Al borde de la nada
Taxi compartido con cabras, pensiones fantasma e insolaciones en Mauritania
Llevo tres días en Nuakchot, la capital de un país al que los Gobiernos occidentales recomiendan no viajar "salvo que resulte imprescindible". Los últimos ataques a extranjeros en Mauritania se produjeron a finales de 2009 y en el Auberge Menata vuelve a congregarse una variopinta fauna de viajeros que recorren África. Después de algunas dudas, decido viajar a las regiones del interior. Los transportes salen del garaje Atar, una fila de casetas y Mercedes rodeados de basura. Aunque llego con media hora de adelanto, el autobús ya ha partido. Pero siempre hay taxis colectivos.
Nada más salir de la ciudad, las casas se van enterrando en las dunas y una tormenta de arena impide la visión. El primer puesto militar son cuatro palos y un techo de uralita: un soldado con escopeta y cara tapada hace señas al vehículo de que puede acercarse; se quedan 10 minutos con mi pasaporte y anotan el teléfono del conductor mientras los otros cinco pasajeros esperan pacientes. Habrá otros nueve controles en 440 kilómetros. En el siguiente no tenemos que esperar. "Le he dado 600 ougiyas", me informa el taxista. Un euro y medio.
Detrás de las dunas surge el macizo del Adrar: grandes montañas negras completamente peladas. La carretera sube entre gargantas y desvíos hacia un par de oasis.
Al fin llegamos a Atar, que imaginaba una ciudad moderna y activa. El centro es una rotonda desierta en la que apenas se ve abierto un pequeño café. A las tres de la tarde debemos estar cerca de los 40 grados. El Bab Sahara es el alojamiento más recomendado por las guías. Sus propietarios europeos están ahora en Nuakchott, y la habitación que me dan tiene una gruesa capa de polvo. Por supuesto, no hay ningún cliente. Debió conocer tiempos mejores, porque hay cinco todoterrenos, jaimas, hamacas y una colección de puertas antiguas. El encargado es simpático, pero el trozo de cordero que me sirve resulta imposible de cortar con ningún tipo de cuchillo.
El barrio lo componen casitas de adobe con techo de paja. En una explanada arenosa juego con un grupo de niñas a asustarlas echándoles agua de mi botella. Se mueren de risa bajo la mirada cómplice de sus madres. El Ksar de Atar, el barrio antiguo, está casi entero en ruinas; entre ellas surgen otras cuatro niñas, que al verme tamborilear con la botella me imitan, y pronto formamos un pequeño concierto que recorre las calles.
Al día siguiente me dirijo a una aldea cercana. Camino por un llano pelado y me recoge un taxi colectivo. De pasajeros, una mujer, una adolescente y un bebé que me pasan a los brazos. En una cabaña en medio de la nada se baja la adolescente con el niño, que resulta ser su hijo. Su marido es el anciano que ha salido a recibirla. Azugui es el oasis perfecto. Un palmeral rodeado por tres barrios de chozas y las ruinas de una ciudad del siglo XI de la que apenas quedan algunas paredes. También está allí el mausoleo del guerrero Imam Hadrani, una construcción austera sobre una colina. Me siento entre las palmeras, con cuidado de que no haya escorpiones ni serpientes, y escucho los cantos de los pájaros, que suenan con especial nitidez.
Té con Meleini
Un anciano alto y delgado aparece de la nada y me invita a un té. Me escolta duna arriba hasta una acacia con dos cabañas al lado. "¡Meleini!", grita. Pero quien acude no es su esposa, sino un muchacho delgado y sonriente. Dentro de la cabaña hay un montón de objetos arrumbados en desorden, presididos por un gran retrato de Mohamed VI. "Es el presidente de Marruecos", dice el anciano. Meleini ha hecho un fuego con un par de ramas y ha preparado un té fuerte y dulce, con mucha hierbabuena y un dedo de espuma. Mis cuatro palabras de árabe y nuestro escaso francés nos dan para una conversación surrealista en que todo lo entiendo al revés.
Dos horas más tarde almuerzo solo en la rotonda de Atar y un muchacho que se llama Alium se ofrece para conseguirme un taxi a Chinguetti. Mientras llega un vehículo, descubro que es hermano de Meleini (esas casualidades ocurren en los viajes) y me invita a quedarme en Azugui con su familia; también para conocer a su vecino italiano con albergue y piscina. Acepto cenar con ellos, pero aparece su madre y le ordena vender una caja entera de bolsitas de hierbabuena. Así que continúo camino hacia la que supuestamente es la ciudad más turística de Mauritania, a 150 kilómetros.
Chinguetti fue un punto de encuentro de las caravanas que cruzaban el desierto y en el siglo XI se convirtió en capital de un imperio almorávide que se extendió por Mauritania, Senegal, Marruecos y España. Aunque en 1996 fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, hoy es un pueblo rodeado de dunas donde no se ve a casi nadie por la calle. Al caer la noche cruzo el ancho oued que separa las dos partes del pueblo y una chica me pregunta si estoy casado. El dueño del albergue Zarga me aclara que las mujeres están desesperadas por encontrar marido porque la mayoría de los hombres han emigrado tras el desplome del turismo. "Casarse con una mujer es ahora mucho más barato", afirma. "Pero sigue siendo caro; según de la familia que sea, la dote puede llegar a los 60.000 euros. De media tenemos que trabajar unos 15 años hasta poder pagarla".
Abdou también me aclara que de 20 albergues solo quedan tres y ningún restaurante. Incluso los médicos del hospital español se han ido. Sin embargo, en su libro de registro descubro un pequeño goteo de viajeros que le agradecen la estancia.
La biblioteca medieval
Al amanecer no hay nadie en el casco histórico, un laberinto de casas en cuyo centro se alza la mezquita de la séptima ciudad santa del islam. Tiene un alminar de piedra, alto y esbelto; su suelo es de arena dorada. Por las callejuelas van apareciendo niños con uniforme y las carteras del colegio. El otro punto clave de Chinguetti son las bibliotecas. Una de las más conocidas es la de la familia Al Ahmed Mahmoud, un edificio medieval que se abre usando un palo con clavos. "Cada biblioteca se dedicaba a una rama del saber: religión, astronomía, medicina, derecho...", explica el responsable del centro. "Fue la mayor universidad de África, entre estas paredes vivía el maestro y los estudiantes que venían de todas partes".
Me enseñan libros con 600 años de antigüedad, algunos escritos con carbón y cola; también algunas miniaturas, coranes y textos legislativos. El viaje en el tiempo se hace aún más profundo. Al salir de la biblioteca me retiro a las dunas para contemplar un mar de arena de miles de kilómetros donde solo viven algunos nómadas (por eso los Gobiernos europeos ubican aquí el mayor peligro de secuestros). Regreso atravesando la franja de latas y plásticos y decido que tengo que irme de Chinguetti: se respira demasiada hambre o desesperación.
Negocio el transporte en una furgoneta y regreso a Atar con dos cabras en el asiento de al lado. Desde allí a Azugui en busca del famoso albergue del italiano. El taxi me deja en un cruce de caminos y me pierdo entre caminos de arena y casas aisladas. Nadie responde a mis gritos. Llevo muy poca agua y estoy al borde de la insolación. Así descubro el respeto que hay que tenerle a estos mediodías africanos en que los lugareños se encierran en siestas de siete horas.
Unos niños me salvan y me llevan al albergue, donde me recibe Guido, cariñoso y contradictorio. Su casa entre gargantas y palmeras tiene bungalós, cabañas y la admirada piscina. Está desmontando el establecimiento porque ya no hay turistas. En los dos días que paso con ellos vivo muchas situaciones intensas. Mientras miro las estrellas, entran al jardín tanquetas con focos y ametralladoras: los soldados franceses que patrullan el interior del país han venido a por cervezas y, aunque charlamos un rato, no quieren revelar qué hace aquí su ejército. Asisto a una delirante fiesta tecno entre ellos, los europeos residentes en la zona y algunos pastores de cabras. Al día siguiente encuentran en una de las cabañas una lefa, una serpiente que te puede matar en unas horas. En la tienda de una aldea cercana los niños se acercan a tocarme como si no hubieran visto un blanco en su vida...
Guido cuenta historias escalofriantes. Un amigo mauritano -de la minoría árabe que domina el país- le dejó hace poco las llaves de su casa para recoger unas herramientas y en el patio encontró a un niño negro atado a una columna con una cadena. "No te preocupes", le dijo luego su amigo. "Es el hijo de un esclavo de mi familia, tiene problemas de comportamiento".
En el taxi que me lleva de vuelta a Nuakchott encontraré a otro niño. De los dedos le sobresalen unos extraños bultos negros y tiene escamas en la cara. Casi nadie puede pagarse un tratamiento médico. Y eso que llevo todo el viaje oyendo hablar de las grandes riquezas de Mauritania: oro, petróleo, hierro, mármol, pesca... Salgo de la región conmocionado. Pero nunca me he sentido inseguro entre esta gente tan cariñosa. Es difícil olvidar este país olvidado.
» Alberto Llamas es periodista y prepara un libro sobre su viaje africano.
Guía
Cómo ir
» Turismo Responsable Ismalar (www.ismalar.org; 952 21 73 22). Esta agencia ofrece informaciones muy útiles y organiza viajes por el interior de Mauritania. Tienen muchos contactos en la zona y conocen todo tipo de alojamientos.
» De Nuakchott-Atar en taxi compartido. Depende de la negociación, pero se puede conseguir por unas 2.000 ouguiyas (5 euros) el trayecto de 440 kilómetros.
Dormir
» Auberge Menata (www.escales-mauritanie.com). Nuakchott. Seis euros la habitación (2.500 ouguiyas), cinco euros en jaima, tres euros por el uso del aparcamiento y los servicios. Jardín con arena de desierto y árboles. Buen lugar de encuentro. Se puede usar la cocina.
» Auberge Jeloua (www.escales-mauritanie.com). Nuakchott. Habitaciones entre 20 y 30 euros, algo más lujoso, también céntrico. Buen ambiente, bonita decoración y tranquilo.
» Auberge Bab Sahara (www.babsahara.com). Atar. Habitación doble, 13 euros, en tiendas, 5 euros. Hermoso, pero descuidado y solitario.
» Auberge Zarga (auberge.zarga@voila.fr). Chinguetti. Habitación doble, 4 euros. Buen ambiente, pero poca limpieza.
» Auberge des Caravanes. Chinguetti. Habitación doble 5 euros. Más limpio, excepto la cocina.
Comer
» Café Tunisia. Avenida de John Fitzgerald Kennedy, Nuakchott. Uno de los pocos cafés donde sirven té mauritano, espeso y con espuma. Buen ambiente local.
» Hotel Sabah. Playa de Nuakchott, junto al mercado de pescado. Doradas y lubinas a la brasa, 15 euros. Mesas junto al mar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.