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Columna
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'Resetear' la democracia

Vamos a empezar de nuevo. Casi desde el principio, que dicen que costó trabajo lograrlo y la cosa se ha puesto fea. Empecemos recordando otra vez esa historia tan bonita que canta Ismael Serrano. Esa historia de gendarmes y fascistas, de estudiantes con flequillos y dulces guerrillas urbanas con pantalones de campana. Ese relato de oxidados dictadores y de aquel mayo francés. Demos un pequeño giro para mirar al inicio: al mundo del pensamiento, de las ideas y de las ideologías, de los comportamientos éticos y de los valores. Volvamos a felicitarnos por el triunfo de la inteligencia, el talento y el sacrificio. Y alentemos la discusión, el debate, la crítica, preocupándonos por el fondo y por las formas.

Empecemos por recordar la esencia de la propia democracia, un sistema que no se basa sólo en normas y procedimientos, sino que requiere hábitos y modos de actuar por parte de sus representantes y representados. Un forma de gobierno que debe promover la participación de todos, la legítima competencia de los partidos, la austeridad en el gasto del dinero público, y sobre todo, la limpieza y la transparencia en la gestión. Vamos a recuperar un par de cosas obvias podridas por los rincones, como ese Código del Buen Gobierno que aprobó un Consejo de Ministros en el año 2004. Y que incluía, entre sus mandamientos que los representantes y los cargos públicos evitarán cualquier manifestación externa ostentosa o inapropiada que "pueda menoscabar la dignidad con la que ha de ejercerse el cargo público".

Para evitar conflictos, recuperemos una segunda obviedad recogidas en todas las constituciones del mundo: la división de poderes entre el legislativo, el judicial y el ejecutivo. Y, puestos a recordar, algún derecho fundamental de la Constitución española. Por ejemplo, el derecho al trabajo que la Carta magna consagra en una doble dimensión: individual (derecho al trabajo de todos los españoles) y, sobre todo, colectiva (mandato a los poderes públicos para que promuevan el pleno empleo). Aliñemos estas pinceladas con una frase que ayude a quitarle telarañas al sistema. Esta de Roosevelt, un político que fue presidente de Estados Unidos: "Una gran democracia debe progresar o pronto dejaría de ser grande o de ser democracia".

Vamos a empezar de nuevo, con un reseteo a la democracia. Instalamos un antivirus y le pasamos el corrector para quitarle mucho malware malicioso y parte de hardware obsoleto. Todas las organizaciones humanas tienen su tiempo y este, después de más de 30 años, empieza a dar síntomas de estar caduco. El sistema operativo hace cosas que ya no sirven y se cuelga cuando le pedimos mejoras. Pasemos a desinstalar algunos programas que tenemos repetidos: Gobierno central, autonomías, ayuntamientos y diputaciones provinciales. Decidamos qué nos sobra o qué competencias le damos a cada una para evitar duplicidades.

Abramos el escritorio y descubramos los programas que no usamos: los referendos, las consultas populares o las iniciativas ciudadanas. Por el contrario, revisemos la mezcla de sistemas operativos: el legislativo liado con el judicial, el judicial dependiendo del ejecutivo. Nos sobran, también, adornos en la pantalla: fotos de directores generales, gerentes, presidentes de fundaciones, secretarios y un sinfín de subsecretarios. Quitemos los salvapantallas de coches oficiales, parques móviles y billetes de primera. De coches camuflados y de cristales tintados. De comidas oficiales, oficiosos o indecorosas. Hay que desinstalar las pensiones de por vida y las cesantías. Eliminar muchos asesores, colaboradores y comunicadores. También los clanes, los barones, los líderes mundiales, los caciques de provincia y, sobre todo, los tontos de remate. Hagamos clic con el botón de envío a la papelera. Y que alguien nos cuente otra vez esa historia tan bonita...

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