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Columna
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La vida en serio

Juan Cruz

Que la vida iba en serio lo vamos sabiendo. Desde que Jaime Gil de Biedma puso en circulación aquellos versos y aun antes, el mundo siempre explica que la vida va en serio, en algún momento de las edades o de las personas, de los países o de los colectivos; siempre surge un chispazo, una herida o una advertencia que lo dice. Que la vida va en serio. Y la vida en serio, sobre todo, cuando nos quedamos solos, cuando ya el espejo es nuestro único interlocutor verdadero, y uno ha de administrar la experiencia, las fuerzas, sus propios conocimientos.

Ahora que terminó en la Puerta del Sol (como en otras plazas) la acampada de los indignados, se dijo que ese movimiento del 15 de mayo, que tantos réditos de simpatía y esperanza ha obtenido de los ciudadanos de toda condición, tenía que aprender a vivir fuera del campamento, pues ahora la vida iba en serio. Tenían que estudiar sus logros y revisar sus fallos, pues de todo hubo en ese mes, o casi, de acampada. Una de las cosas que debían cuidar era que no se mixtificara el mensaje, que no se atribuyeran los méritos de su larga estancia en la calle, tan limpia, tan civilizada, tan ejemplar, los pescadores de río revuelto, pues en España hay muchos ríos revueltos, y más que parece que va a haber.

Pues no ha pasado mucho tiempo y los pescadores han lanzado su caña en cuanto la sensatez de los acampados miró para otro lado. La vida se desarrolla a partir de los síntomas, y en este caso el primer síntoma, el más perjudicial, ha sido el síntoma de los insultos que cayeron en Madrid sobre el alcalde Gallardón, que paseaba los perros con su familia. La falacia con la que se circunscriben estos incidentes -va en el sueldo del alcalde aguantar estos destrozos verbales- no esconde sino la antigua impunidad de los que, en manada, creen que se puede hacer lo que no se hace en solitario. Insultar a alguien, porque se esté, por ejemplo, en desacuerdo con lo que propone, es el grado cero de la educación civil. El rechazo inmediato de esa barbaridad es la única manera posible de que esas actitudes no contaminen la pureza de lo que hasta ahora se había venido proponiendo para interponer ante el poder la querella que la sociedad mantiene. Lo que sucedió luego ante el Parlamento de Cataluña y ante otras instituciones españolas cuyos gobiernos o ayuntamientos se estaban constituyendo es una interrupción indeseable de la vida civil. Y ante esa interrupción se ha de manifestar la ciudadanía con el mismo vigor con que habría que apoyar el uso legítimo de la fuerza democrática que llevó a los acampados a exigir su derecho a ocupar las plazas.

Y todo ha provenido del insulto; el insulto es la oscuridad que se hace sobre la convivencia. El otro día decía en Madrid Hans Magnus Enzensberger, poeta, filósofo, narrador alemán que acaba de publicar en Anagrama un libro extraordinario sobre el militar que no quiso a Hitler, que cuando él tenía que insultar se encerraba en su casa, lo hacía ante el espejo, y después salía de allí limpio, feliz, relajado. Ya lo había hecho. El insulto del que fue objeto Gallardón (con su familia) y la interrupción de la vida parlamentaria catalana por medios evidentes de distorsión civil son expresiones de la misma impunidad, que solo demuestra la capacidad de chantaje que tienen el grito y el insulto cuando quieren amedrentar al que, estando en contra, o no necesariamente, simplemente no es de la cuerda de los insultantes.

La vida va en serio, sí, pues hay que tomársela en serio entre todos, no se le puede reprochar a otro, gritándole, que no opine o no actúe como nosotros hemos decidido que es la única forma de actuar.

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