Prefiero el milenarismo
Del advenimiento del apocalipsis no se enterarán por mí. La rutina no huele a azufre ni la cruzan jinetes -salvo los del Escuadrón de la Policía Municipal que, ya lo advirtió su jefe en estas páginas, te dan "más seguridad" que el resto: donde trote un caballo, que se aparte una moto-, y sin embargo mi pesimismo baila con la sexta trompeta, extrae de la cartera su identificación como testigo, impide que el Día del Juicio Final me empuje a un cambio. La botella en mi frigorífico permanece medio vacía; y la mañana nublada no abrirá, sino que jarreará con el aperitivo. Entre los cerebros coetáneos de Ginsberg y el monólogo atribuido a Rutger Hauer, ya parafrasean ustedes desde lo oscuro: he visto a jóvenes con gafas de pasta y teclados con ausencia de signos de puntuación destruidos por el presente, y he visto también cosas que vosotros -y vosotras- no creeríais, y que no desaparecerán como lágrimas en la lluvia, sino que nos condenarán a la evaporación, igual que -allá va la metáfora, disculpen la emoción- agua olvidada en la cazuela.
Una ciudadanía próxima al arte no se fomenta con entradas de espectáculos a veintipico euros
No sé qué pasa, citando a Los Salvajes, que lo veo todo negro. El suelo de la calle. El cielo de Madrid. La reapertura del Conde Duque. De todo desconfío: de la legislatura y media invertida en las obras, de los 69 millones de euros invertidos en ellas -y los que nos rondarán, gentes de pelo negro-, de los tropecientos mil metros cuadrados disponibles y -sobre todo- de la ausencia de un espíritu definido y unos criterios que amparen la programación bajo el paraguas de la coherencia, por no hablar de la falta de presupuesto propio, sin definir hasta 2012 y con seis meses por delante de préstamos, herencias y nadas.
En una ciudad asfixiada por las deudas, ¿con qué sentido se impulsan este tipo de proyectos, tan ignorantes de las cifras y alejados de la realidad? ¿Por qué alguien decide transformarlo en contenedor cultural, sin más vida que la que los horarios insuflen, y por qué finalizan las obras y se inauguran los resultados sin cerrar lo más importante, que es cuanto ocurrirá? Los políticos crean el continente y los artistas el contenido, justifican: pero qué contenido, cómo, quién ordena, o aquí uno se planta en el cuartel e inscribes tu nombre y tu dirección de correo electrónico y ya te conceden una fecha para que lo dotes -durante una mañana o tarde- de contenido.
Un tejido cultural firme no se construye a la manera de Keops, sino con pequeños gestos: los fuegos artificiales deslumbran, asustan a algunos, no permiten ver más allá, e importan más las citas modestas y constantes, que acostumbran al público, que le implican y le permiten abandonar la pasividad y protagonizar -por fin- la cultura. Y una ciudadanía próxima al arte, interesada en la creación, no se fomenta con entradas de espectáculos a veintipico euros -véase Veranos de la Villa: algo más asequibles en el Conde Duque, sí, disparadas y disparatadas en Puerta del Ángel-, sino con precios acordes con el tiempo de hoy, si acaso con propuestas modestas -y constantes-, pues se trata no de recabar flashes, sino de crear con la creación: a nuevos espectadores, oyentes o lectores, a quienes ahora se mantienen al otro lado, y mañana saltarán al plano más activo. Ciclos, talleres, diálogos, vida; y que cada actividad cultural la respalde un programa pedagógico, que esa gran exposición se explique a los visitantes, y se acerque a quienes la comprendan con mayor dificultad. Ahí el dinero se emplea bien, ahí cunde; no en pirámides ni cementerios de elefantes ni jeroglíficos incomprensibles, que suenan huecos, sin más allá.
No he mentado a Cthulhu por respeto, aunque sospecho que su opinión -negrísima como el origen mismo de la vida, que es la destrucción primera y a la vez la inexistencia más profunda- concordará con la mía. Un titular y una fotografía, por mucho que presenten dudas y no realidades, luce con más garbo en un dossier que unas cifras positivas en un distrito alejado del meollo, en un centro cultural minúsculo para la Dirección Cartográfica del Valle de los Reyes, y al mismo tiempo fundamental para quienes lo viven tarde tras tarde, día a día, en esa rutina sin azufre y con resignación.
Que se invierta ahí, que les faciliten la programación, la difusión, las herramientas: que ahí se construyan no edificios, sino aficiones, que más tarde llenarán los escenarios y los patios de butacas. Mientras tanto, entre cascos de seguridad en las obras y cintas que se cortan y mastodontes que acumulan polvo, el Apocalipsis va a llegar. Yo, por mi parte, prefiero el milenarismo: con sus mesitas de cristal para vasos y tazas, sus jerséis color pastel y su delirio en el aire, sin nada que ocultar.
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