Todo vale
+Hay personas a las que no les gustan los musicales. ¡En serio! Yo he conocido a alguna. Y debo decir que las he observado muy atentamente, con gran asombro. Despiertan en mí tanta curiosidad como aquellos a los que no les gustan el chocolate, la patata, el tomate o el pan. Son los sabores que triunfan entre los niños: algo deben de tener para ser amados universalmente. Recuerdo a alguien que me dijo, "no me gustan los musicales porque me gusta el teatro". Esto me hizo pensar que hay personas que no quieren rebajarse a que les guste lo que gusta a una mayoría. O que piensan que aquel espectáculo en que los adultos disfrutan como niños no puede ser valioso. También hay quienes los desprecian porque los argumentos son tontorrones. Y es verdad, los musicales suelen tener un hilo conductor que apenas sirve de hilván para unir las canciones. Pero qué importa si esas canciones son extraordinarias. Se olvida que las melodías de los musicales han sido amadas por los músicos de jazz, de pop o bossa nova. Cuando una canción es buena es indestructible. Eso ocurre con los musicales de Cole Porter. El otro día, antes de partir para la patria, acudimos a Broadway a disfrutar de Anything goes (Todo vale), ese musical que ni los libretistas sabían muy bien de qué iba, pero que ha traspasado ocho décadas por la belleza y el ingenio de sus canciones. Los diálogos son payasescos, pero tienen su gracia: aquello fue escrito para un público más inocente. Eso sí, en cuanto suenan los primeros acordes de una melodía se experimenta la misma emoción que sentiría una persona en 1934. Más aún si eres consciente de que esas canciones triunfaban entonces ante un público pobre como las ratas que buscaba en el teatro no un espejo, sino el consuelo de la evasión. La evasión ha sido muy mal vista por la intelectualidad; si no fuera porque los músicos, los cantantes y el público han amado estas canciones hasta convertirlas en clásicas es posible que hubieran desaparecido. Gracias a los cantantes y al baile: nada como la fuerza de un grupo de artistas haciendo música con los pies. Cantan y bailan como si el esfuerzo quedara borrado. Al lado de esa gran estrella que es Sutton Foster estaba Joel Grey, sí, Grey, ¿se acuerdan del maestro de ceremonias de Cabaret? El mismo, cuarenta años más tarde. Ahora es un anciano que anda de manera charlotesca por el escenario. Qué delicia esos espectáculos que, como en la ópera o en el teatro clásico, reparten papeles no solo en función de la voz, sino de la edad y de la vis cómica. Los actores pueden así consagrar su vida entera a la escena y el espectador tener ante sus ojos la escalera de edades que atraviesa un ser humano. Siempre me gustaron los musicales, incluso cuando era niña e ignorante y a veces me daba rabia que la acción se interrumpiera por las canciones (¡qué contradicción!); cuando no sabía apreciar la voz de Fred Astaire, precursor de la manera de cantar de Chet Baker, o cuando no sabía captar la comicidad que contenían aquellos bailes. Tal vez fuera el Cabaret de Bob Fosse lo que nos hiciera a muchos revisitar el género. Pero hay una película que de manera definitiva me enseñó a disfrutar de un universo que a veces se nos antoja muy ajeno: Pennies from Heaven. Es de 1981 y toma el título de una canción de los años treinta. "Cada vez que llueve, llueve dinero del paraíso. / ¿No sabes que cada nube contiene dinero del paraíso? / Encontrarás tu fortuna cayendo sobre toda la ciudad, / no olvides poner tu paraguas boca arriba". El protagonista, Steve Martin (solo por eso se le perdona lo insoportable que resulta a veces), es un vendedor de canciones que ve cómo ya nadie compra partituras en un país sumido en la miseria. Las imágenes, bellas y sórdidas, crudas y poéticas, nos hacen visitar el paisaje de unas criaturas que tratan de sobrevivir a la Gran Depresión como pueden: trapicheando, prostituyéndose, mendigando. Y para ilustrar ese mundo sin esperanza, de vez en cuando la acción se detiene y los actores interpretan en play back canciones de la época con las voces de los que las hicieron populares. La película se ha convertido en objeto de culto, con todo merecimiento, pero no son muchos los espectadores que la vieron en España porque pasó fugazmente por los cines. Permítanme una recomendación: búsquenla. Hay maneras de conseguirla, y cuando la tengan, véanla con amigos, como si estuvieran acudiendo no ya a un cine, sino a un teatro de los de entonces. Las canciones contrastan tanto con la pobre realidad de los personajes que uno puede hacerse una idea de cuál era el verdadero escenario en que fueron escritas, escuchadas por la radio, tarareadas en las casas; de qué manera llenaban de sueños o consuelo el corazón de tanto infortunado. Hemos de imaginar también que mucha de esa gente no podía ir a grandes teatros, que fue el cine el arte que democratizó el musical, y que fue la radio la encargada de popularizar canciones que tienen una apariencia ligera, pero que precisan de un oído muy cultivado para ser interpretadas. Esa película, Pennies from Heaven, me dio la clave: para disfrutar de un musical hay que ponerse en la piel del pobre antiguo: un Carpanta hambriento que disfruta de una canción como si fuera un pavo de Acción de Gracias.
Hay personas que no quieren rebajarse a que les guste lo que gusta a una mayoría
El cine fue el arte que democratizó el musical, y la radio se encargó de popularizar grandes canciones
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