El partido de las palabras
Penales no cobrados, goles anulados, offsides omitidos, amarillas generosas, expulsiones exprés. Equipos pequeños sometidos por el sistema y equipos grandes sometidos por el antisistema. Acusaciones, insinuaciones, fabulaciones. Blatteratos, villaratos, grondonatos. Centrales lecheras, centrales patrioteras. Asociaciones agitadoras del show. Verdades propias y mentiras ajenas. Todas revueltas en un confuso pero gigantesco monumento de la desinformación.
El fútbol actual foguea estas discusiones periféricas a la vez que se alimenta de ellas. La parafernalia de lo extradeportivo abre las puertas a mucha gente a la que le aburre profundamente el juego en sí, pero le enciende el corazón el deporte nacional del cotilleo y el chisme. En el momento en que los protagonistas reconocieron la posibilidad de utilizar los medios como vehículo para instalar su verdad, los partidos dejaron de disputarse en la cancha y durar 90 minutos. Como cuando lanzamos una piedra en una inalterada lámina de agua, todo debate ajeno al partido introduce un elemento de distorsión. Un prejuicio. Otra forma de tomar la iniciativa sin necesidad de tocar el balón.
La objetividad, en un ambiente fanatizado, genera menos adeptos que la radicalización
La queja pública no es una actividad novedosa en el fútbol. Pero hay una delgada línea divisoria entre exponer el reclamo de lo que uno cree justo y la escenificación premeditada con el fin de sacar alguna ventaja.
Está de moda la queja organizada. Utilizada de manera estudiada y repetitiva, requiere de los funcionarios del balompié un compromiso complementario de sus dotes atléticas o tácticas: empeñarse también como guerrilleros vociferantes para condicionar la mirada ajena. Un método eficaz para conseguir, de un solo disparo, presionar y prevenir. La presión se logra al dirigir consistentemente la mirada del público sobre aquello que me conviene que se vea y silenciar cuidadosamente aquello que no, colocándome en el papel de la víctima. La prevención se logra desviando el foco hacia algún sitio alejado de la propia responsabilidad. Construyendo una coartada eficaz ante el posible fracaso.
Los partidos comienzan así en cualquier punto anterior al pitido inicial del árbitro y se extienden indefinidamente. Las reglas del juego de las palabras fuerzan a muchos a ponderar el uso de una práctica de la que reniegan. Aquel que, por principios, no quiere utilizar las armas dialécticas está despreciando un arma poderosa. El inescrupuloso, con más margen para moverse, puede monopolizar el instrumento. Las conveniencias de un discurso parcial se basan, también, en la identificación de la gente con sus colores. La objetividad, en un ambiente fanatizado, genera menos adeptos que la radicalización.
¿Con qué nivel de contaminación llega al estadio el aficionado luego de ser bombardeado, a través de los medios, por el discurso oblicuo de futbolistas, entrenadores y dirigentes? ¿Qué niveles de polución futbolera deben soportar los árbitros antes de dirigir un partido? Mientras más nos abrimos a discutir lo exterior, más cerramos los ojos a lo que pasa en la cancha. En el fútbol lo esencial sucede cuando está rodando la pelota.
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