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Columna
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La metáfora de Echeverría

Vicente Molina Foix

El incidente está un poco olvidado, aunque solo han pasado dos meses. Pero yo diría que ahora tiene más relevancia, y más valor la imagen que escondía. El consejero de Transportes de la Comunidad de Madrid, José Ignacio Echeverría, negó, al comparecer en un pleno de la Asamblea, la existencia del Metrobús, del que su Consejería vende al usuario cada año 23 millones de billetes. El señor consejero se disculpó unos días después de la metedura de pata, y su flagrante ignorancia de lo real fue premiada al modo en que el PP suele hacerlo con sus ovejas descarriadas y sus sospechosos habituales: Echeverría figura de nuevo, y en un puesto seguro, en la lista de candidatos del próximo domingo. Saldrá, sin duda, elegido.

Hay una imparable sensación de quiebra que no es solo económica
Todos los que están día y noche en Sol saben el precio de las cosas

Si ese indicio fuera cosa de un solo partido político, el asunto sería menos grave. Con votar a los que, socialmente hablando, saben lo que vale un metrobús, por no hablar de un peine o una barra de pan, la cosa tendría remedio.

Desgraciadamente, los ciudadanos que salen estos días a la Puerta del Sol y otras plazas centrales de España a protestar, y los que, sin salir (al menos de momento, a manifestarnos) vivimos en un estado de indignación latente y desapego, comparten, compartimos, el mismo escepticismo, la misma sospecha. Ahora bien, no es igual votar al PP que al PSOE, ni da lo mismo IU que UPyD, y cualquiera que diga lo contrario miente y falsifica la realidad. La realidad.

En ese indefinido pero acuciante espacio simbólico se abre el abismo que separa cada vez más la vida política de la vida humana, lo representativo de lo cotidiano. "Nuestros padres no nos entienden", decíamos de jóvenes, sobre todo los jóvenes airados. "Nuestros políticos no nos conocen", decimos ahora, jóvenes y no tan jóvenes.

Sabemos que el señor Echeverría desconoce cómo viajan y lo que pagan los ciudadanos de la capital de Madrid, y hace años, en sus comienzos presidenciales, Zapatero se vio en un apuro respecto al precio de un café solo, que acertó de chiripa, esa chiripa o baraka que ahora parece haberle abandonado. Pero ¿distinguen nuestros representantes la cara de sus electores, saben por qué calles llenas de zanjas y en qué vagones tardones y atestados nos movemos en las ciudades que ellos rigen, cómo y dónde despierta cada día y cada día se acuesta quien ha perdido su casa hipotecada a un banco, cómo subsiste y paga sus facturas, cuánto espera en la cola de la oficina de empleo, cuánto en la consulta del médico, cuánto para solventar un pleito o realizar un trámite administrativo?

Hasta hace poco éramos desconfiados; así nació la llamada era del desencanto. El país había experimentado un gran cambio positivo, y todos nos hicimos ilusiones de una metamorfosis aún mayor; la realidad diurna que sigue al sueño nos quitó una buena parte de la fantasía onírica, dándonos en su lugar una cierta distancia cínica; no está mal. El estado de ironía civil puede incluso ser saludable. Últimamente es distinto. Hay una imparable sensación de quiebra. No una quiebra económica, que también, sino una brecha, una profunda hendidura. ¿Vivimos, nosotros y ellos, en el mismo mundo?

Me gusta (con reparos) la ciudad en la que vivo, y me gusta usarla, caminarla, respirarla (cuando se puede), subir a sus alturas y bajar a sus subterráneos, observar a los desconocidos viajeros o espectadores o conductores o vendedores o repartidores de propaganda tal vez inútil. Ver con desconsuelo a sus mendigos y con curiosidad a la hermosa gente que pasa en los automóviles de alta gama o coge el metro para llegar a tiempo a la ópera. Soy en cierta medida -la medida que daba Baudelaire en su texto sobre el artista como hombre de mundo- un enamorado de la vida universal, que entra en la multitud "como en un inmenso depósito de electricidad".

Madrid, naturalmente, es también un caleidoscopio dotado de conciencia, que representa, como decía el autor de Las flores del mal, "la vida múltiple". En estos días, la ciudad tiene una nueva clase de pobladores, que no son los paseantes ociosos de Baudelaire, sino los ociosos por obligación, por especulación y dejación de otros.

Todos los que están día y noche en Sol saben el precio de las cosas. Sería bueno que el domingo, ellos y nosotros, los que aún no hemos entrado como actores de calle en el espectáculo de la nueva conciencia, votáramos, si no con convencimiento, con la esperanza de dar un aviso. De dar a la ensimismada clase política el rostro de la realidad, y darles noticia de lo que sucede y se piensa al otro lado del muro de su torre de cristal.

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