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Columna
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¿Quién manda aquí?

Fernando Vallespín

Gran Vía de Madrid algunos minutos después de la medianoche del día 5 de mayo. Cerca de la Plaza de Callao se oye un ruido ensordecedor. Para los que estábamos al tanto de las noticias no se trataba de nada extraordinario. Comenzaba la campaña electoral. Uno de los candidatos locales, Tomás Gómez, arengaba a sus fieles con las habituales consignas de estos casos. Sobre el terreno, sin embargo, bajando o subiendo esta populosa calle en una noche de jueves, y a pesar del estruendo de los altavoces, no había nada inusual. La gente seguía su camino como si tal cosa, como si fuera algo que no iba con ellos. En la plaza y algo más allá se arremolinaba, eso sí, un grupo no demasiado extenso con las banderas y otros signos del partido. Eran los más fieles, quienes se habían desplazado hasta allí para dar su apoyo al candidato. Imagino que algo similar ocurriría en esos momentos en cualquier otra localidad española.

Los políticos se saben rehenes de votantes volátiles que deben ser seducidos una y otra vez

El contraste entre el activismo de unos pocos y la indiferencia más o menos marcada de los muchos es algo a lo que estamos habituados últimamente en toda campaña electoral. Ya no es aquello en lo que de verdad nos sentimos implicados. La causa, se dice, es que los políticos están en campaña permanente y que es poco lo que este extenuante esfuerzo añade a la política normal. Como mucho, recordarnos la proximidad del día electoral y movilizar a los indecisos. Las campañas poco a poco han ido perdiendo el carácter de "fiesta de la democracia" y se van convirtiendo más y más en un ritual vacío y previsible. Mucho ruido y pocas nueces.

Pero esto no es del todo cierto. Hay un elemento en ellas que sigue llamando la atención, y es que los políticos se nos ponen interesantes, empiezan a desplegar todas sus dotes de seducción. Todo son sonrisas, promesas y optimismo a raudales. Hasta cuando atacan al adversario lo hacen con ironía y con una media sonrisa, no con la quina visceral que habitualmente les caracteriza. Los vemos bajar a la plaza, besar a los niños, abrazar a los ancianos, gesticular como cualquier otra persona, tomarse una caña o un vino local, simplificar sus propuestas. En dos palabras, se nos ofrecen como mercancía en un interminable spot publicitario con la confianza de que les compremos lo que tan ansiosa como gentilmente nos venden. Que sigamos consumiendo su marca, si es la de nuestra preferencia habitual, o que abandonemos a la que antes nos gustaba. Se saben rehenes de votantes caprichosos, volátiles, que ya no se dejan llevar por preferencias anteriores y, por tanto, deben ser seducidos una y otra vez, sin pausa ni descanso.

Éste es el elemento más fascinante de las campañas electorales, que hacen que los votantes se sientan importantes; que a través de ellas podemos tomar conciencia de quién manda en realidad en un sistema democrático, de quién es el soberano. De que los ciudadanos somos los "verdaderos amos" (por evitar la expresión de Guardiola). Toda la escenificación ritual de las campañas tiene este ingrediente imprescindible, recordarnos que nuestros cargos políticos están ahí por nuestra decisión libre. El acto de ir a votar tiene la virtud de traducir nuestra pasiva actitud ante la política en una actividad positiva. Pasamos de ser meros espectadores a convertirnos en actores. Una campaña es, pues, una llamada a la acción. Sin ellas nos faltaría ese elemento simbólico y ritual tan gratificador de toda democracia que acaba desembocando en el ejercicio del derecho de sufragio. Pero también en la elaboración del juicio político que lo antecede. En ese sentido son un ingrediente tremendamente estabilizador del sistema, ya que su presencia recurrente contribuye a dotar de convicción suplementaria a la legitimidad de la democracia.

El problema, sin embargo, y como decía al principio, es el propio de todos los rituales. Tienen una parte de simbolización importante, pero mal entendidos y por un ejercicio impropio pueden derivar en mera rutina. Y esto ocurre cuando pierde su carácter de acontecimiento comunicativo excepcional, cuando no logran hacerse un hueco especial en el espacio mediático, allí donde es tan difícil captar la atención y donde la política está ya en todo caso siempre presente. La dificultad estriba, pues, en trasladar la excepcionalidad del momento, en ir más allá de la querencia por la información al uso y de que ciudadanos apáticos descreídos de cuanto huela a política puedan sentirse los verdaderos protagonistas. Que se puedan reconciliar con su condición de árbitros y decisores de su propia vida comunitaria. Y si no, que luego no se quejen.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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