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Elecciones municipales y autonómicas | Los partidos en campaña

Victoria o hegemonía

José María Ridao

Si se confirma el pronóstico de las encuestas, el Partido Popular no sólo obtendría la victoria en las elecciones municipales y autonómicas del 22 de mayo, sino que, además, sentaría las bases para una hegemonía política de la que no ha dispuesto ninguna otra fuerza desde la llegada de la democracia. Salvo impredecibles excepciones, la práctica totalidad de las grandes capitales quedarían bajo su control, además de varios miles de municipios pequeños y medianos. Y otro tanto podría ocurrir, siempre según las encuestas, con las comunidades autónomas que renuevan ahora sus Parlamentos y Ejecutivos. Lo más sorprendente de esta eventual consolidación del poder local y autonómico de los populares, que podría completarse con el poder estatal en menos de un año, es que no obedece tanto a méritos propios como a errores ajenos.

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El Partido Socialista y sus dirigentes harían bien en interrogarse cómo y por qué se ha llegado a esta situación, donde el descrédito cosechado por el Gobierno central ha convertido la desaparición electoral de la izquierda durante algunos años en una posibilidad verosímil. Quizá ya no recuerden, o no quieran hacerlo, que las primeras críticas que recibieron desde sus propias filas ponían en cuestión la estrategia de despertar los peores instintos del Partido Popular, confiándolo todo a los réditos que proporcionaría el voto del miedo. Eran los tiempos en los que, sin ningún rubor, el presidente del Gobierno y su entorno se congratulaban de la existencia de medios de comunicación entregados a un sensacionalismo lunático, de líderes populares con un pie en la caverna, de obispos empeñados en hacer nuevamente de España la luminaria de Trento. Para que la estrategia funcionase, el espacio para la disensión y el matiz debía quedar abolido: o se estaba en un bando o se estaba en el otro. Nada de denunciar que, en efecto, un bando encarnaba el mismo disparate que tantas veces puso a España al borde del precipicio, pero también que el otro cometía la imperdonable irresponsabilidad de hacer cuanto estaba en su mano para que siguiera encarnándolo.

El Partido Popular que a partir del 22 de mayo acariciará la posibilidad de instalarse en una inédita hegemonía política, no por méritos propios, sino por errores ajenos, sigue sin depurar los instintos sobre los que el Partido Socialista construyó la estrategia del voto del miedo; sencillamente, los ha recluido en una trastienda de la que, sea con el permiso de la dirección nacional o sin él, salen cuando la ocasión lo requiere y en la dosis adecuada para, movilizando a su electorado más radical, no despertar de su letargo a los votantes socialistas. No se trata tanto de que en el Partido Popular convivan dos tipos de dirigentes sino de que, en realidad, conviven dos discursos políticos diametralmente opuestos. Uno contribuyó al embrollo del Estatuto de Cataluña interponiendo en su día un airado recurso ante el Tribunal Constitucional, y otro se muestra ahora condescendiente con los convergentes instalados en la Generalitat ante la hipótesis de que pueda necesitar su apoyo. Uno corrobora la existencia de un pacto antiterrorista, y otro habla de negociaciones secretas con los pistoleros y culpa al Ejecutivo de la decisión judicial sobre Bildu. Uno propone endurecer la política inmigratoria aprovechando unas elecciones autonómicas, y otro sugiere suavizarla a medida que se acercan las generales. Ante cualquiera de los principales problemas del país, el Partido Popular puede sostener, así, una cosa y la contraria, de manera que no se asuste la parte del electorado desencantada con el Partido Socialista y la otra parte, la que podría desencantarse con un Partido Popular instalado en la moderación, no se desmovilice.

De confirmarse el pronóstico de las encuestas, el Partido Popular podrá elegir entre ambos discursos sin que la izquierda, en general, ni el Partido Socialista, en particular, pueda hacer otra cosa que mostrar su impotencia. De dar crédito a las declaraciones realizadas en campaña electoral, los dirigentes populares que prefieren la moderación se muestran convencidos de que Rajoy apostará por su línea si llega al poder, deshaciéndose de los radicales. Pero eso es exactamente lo que parecen creer también los líderes del ala dura, convencidos de que podrán arrastrarlo a sus posiciones. Entretanto, los ciudadanos tienen dificultades para asumir que ha empezado la interminable campaña electoral que arrancó el pasado viernes y que no terminará hasta que se celebren las generales. Por más atención que prestan a los mensajes, no logran distinguirlos de los que vienen escuchando desde hace años ni de los que temen seguir oyendo salga lo que salga de las urnas. Sea una simple victoria de los populares, o el principio de una perdurable hegemonía.

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