Maldito embrollo
Es muy difícil hablar del asunto Bin Laden sin que la cabeza te dé vueltas, y sin que sientas que ese vaivén de las dudas siempre puede ser aviesamente utilizado contra ti.
Pero vamos allá. Una gran noticia. Había un periodista de EL PAÍS, de los que aquí empezaron hace 35 años ahora, que creía que cuando hubiera noticia así de grande ("como la muerte de Picasso", decía, pero ya se había muerto Picasso) el periódico tenía que dar los titulares apaisados.
Y esta de la muerte de Bin Laden es una noticia para darla apaisada. En muchos medios la han dado apaisada, en el sentido de que la han agrandado a su gusto, como si (esto decía Elvira Lindo en su columna del miércoles) ellos mismos hubieran disparado el tiro, o los tiros.
Pero, no. No dispararon ellos, aunque hubieran querido, por lo que hemos venido leyendo. Esta ambición primaria del hombre de matar, de liquidar, de eliminar al otro, es más vieja que la tos, por decirlo del modo menos dramático posible. Los hombres siempre hemos querido, en primera instancia, que desaparezca nuestro enemigo, y de hecho lo hemos matado, con nuestras propias manos, con un cuerno de cabra, con veneno, con una pistola.
Lo que pasa es que mientras tanto se han ido diluyendo, en nuestra inteligencia y en nuestra memoria, algunos saludables contrafuertes entre los cuales estuvieron los saludables Mandamientos de la ley de Dios, que son como los antecedentes de los Derechos Humanos, salvando todas las distancias que queramos.
Los Derechos Humanos, las leyes internacionales y aquellos Mandamientos, cada cosa en su lugar, son en realidad mensajes para que no nos tomemos la justicia por nuestra mano, por muy tenaz y malvado que sea nuestro enemigo. En el libro El holocausto español, de Paul Preston, el historiador británico cuenta, horrorizado, cómo se fue construyendo entre nosotros el odio que acabó en una matanza civil que a veces se basaba en los odios más primitivos, en los odios de vecindad, sin ir más lejos. Esa obra maestra del horrorizado Preston llena ahora nuestros ojos de estupor y nuestra memoria de vergüenza.
Pero vayamos otra vez a Bin Laden. Lo que ha hecho este criminal ha cegado de odio a los norteamericanos, y no solo; aquí mismo perpetró una matanza atroz e inolvidable. Y en otros lugares. Lo buscaba Estados Unidos, "vivo o muerto". Lo mató. Aquí hubo una alegría que no se contuvo ni siquiera cuando pasó ese primer instante primario que hacía exclamar: "Por fin lo liquidaron". Lo más curioso es que aquellos que mostraron dudas sobre la legitimidad de la acción (preguntas como las que vienen de los Mandamientos, los Derechos Humanos, etcétera) fueron tachados enseguida de buenistas y de progres trasnochados que andan enredando con las leyes...
Por eso decía al principio que me costaba, francamente, abordar estas líneas, porque ahora no sé si soy buenista, y por tanto malo, lo cual es una contradicción inquietante. Como la materia misma de la que estamos tratando. Maldito embrollo.
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