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Columna
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El oscuro Madrid de Matute

Hace ya casi 30 años encargué a la escritora Ángeles Caso la realización de unas conversaciones para la sobremesa de la emisora en la que yo trabajaba entonces: Radio Nacional. Perseguía una hora de sosiego, sin las estridencias de la actualidad, para que se hablara de la vida. Y como hablar de la vida a calzón quitado estoy convencido de que es una cosa que hacen las mujeres mejor que los hombres le puse la condición de que fueran mujeres sus interlocutoras. Pasaron por allí mujeres notables de muy distintos oficios, incluso algunas que creíamos muertas, que contaron eficazmente sus experiencias personales. Y cuando hablábamos del proyecto recuerdo que le comenté a Caso el ejemplo de Ana María Matute, recluida por entonces en un doloroso silencio, aunque dudé de que quisiera hablar; Ángeles Caso lo consiguió y aquella conversación fue lo que esperábamos: una lección de vida contada con la franqueza y el humor con que Matute lo cuenta todo. Porque la llaneza y la sencillez, acompañadas de la picardía, hacen de su discurso un gozo para quien la escucha. Como ocurrió la semana pasada en Alcalá al recibir al fin el Premio Cervantes de manos del Rey.

La escritora ve el Café Gijón como un lugar muy provinciano lleno de envidias y resentimientos

Mientras la escritora hablaba con sencillez bajo el púlpito universitario al que no subió pensaba yo de qué modo había llevado con ella su infancia del pueblo de La Rioja donde fue más feliz hasta el colegio de monjas madrileño, no sé si el que tan prodigiosamente descrito queda en Paraíso inhabitado, o a su precoz vida literaria de Barcelona.

Pero si la vida de la niña que nunca ha dejado de ser quedó muy marcada por las relaciones con su madre, no menos lo fue por las relaciones con sus dos maridos. Ana María ha hablado abiertamente siempre de ambos: el bueno y el malo los llama ella. Un calvario su vida con el primero y una felicidad tocada por el sufrimiento de su experiencia anterior la vida con el segundo. Lástima que muchos de sus años en Madrid fueran los vividos con el malo, el también escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, que según ella se parecía a Rasputín en casi todo, hasta físicamente. Goicoechea padecía asma y eso los trajo a Madrid en busca de un clima más propicio. Pero la mala vida que le dio, incluso colmándola de trabajo -él vivió siempre de los demás, según ella- tuvo por necesidad que influir en el recuerdo que la escritora tenga de nuestra ciudad: "No me gustó nada Madrid", ha confesado. "No la ciudad en sí, donde yo había vivido a temporadas, ni la gente. Lo que no me gustó fue la vida que hice allí con él". Porque cierto es que aquí se encontró con Ignacio Aldecoa y Josefina, su mujer, y con Carmen Martín Gaite y quien entonces era su marido, Rafael Sánchez Ferlosio, y que disfrutó en las tertulias de sus casas y en las tabernas madrileñas en las que recuerda con humor cómo se arreglaba el mundo, y que aquí trató a Aleixandre y recibió su ánimo, pero el sufrimiento pudo con todo. Hasta que ella quiso acabar con él y desafió los convencionalismos de la época separándose.

Hay un libro excelente de Marcos Ordóñez, Ronda del Gijón: una época de la historia de España (Aguilar), donde queda reflejado ese recuerdo de aquellos años cincuenta en los que vivió "tantas cosas horribles que le tapan las buenas". Tantas que el Café Gijón, al que acudía porque su feroz marido la obligaba, no sale nada bien parado en las declaraciones de Matute en el libro. Lo ve como un lugar muy provinciano y mezquino, lleno de envidias y de resentimientos. "Estaba lleno", dice nuestra premio Cervantes, "de mangantes, lázaros, vagos, sinvergüenzas de todo tipo y gente sin el menor interés". Y el marido malo, más listo que el hambre, era para Matute "la quintaesencia del Gijón", donde abundaba a su parecer el escritor "charlatán, pintoresco e inútil". A Ana María le daba risa que aquellos personajes creyeran que el Gijón era el centro del mundo cuando lo que le parecía a ella es que era el centro de la mediocridad que reinaba en la posguerra, ese tiempo que ha reflejado tan bien en sus excelentes novelas.

No fue, pues, un Madrid placentero el que vivió la genial novelista, como no lo fue para muchos el Madrid de entonces, pero lo que es indudable es que este Madrid, en cuyos pueblos hay ahora calles e institutos con su nombre, no le fue nunca indiferente ni ajeno. Tiene al menos el buen recuerdo de sus amigos madrileños y acaso el de aquella tarde en que entró en la Academia. Y, por supuesto, el muy grato recuerdo del miércoles pasado en Alcalá, donde vivió la alegría de recordar a Cervantes y de recoger al fin el premio que lleva el nombre del genio madrileño. Una alegría compartida por los muchos madrileños que la quieren y admiran.

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