Prostitución sumergida
No se trata de submarinistas ejerciendo el amor mercenario, sino de la peculiar situación hacia la que deriva esta antigua actividad, asunto que intento tratar con el desapasionamiento del entomólogo que pincha mariposas. O sea, no es asunto personal. Hablo de la prostitución como fenómeno social y adelanto que, en toda mi vida, el trato con este mundo fue superficial, casi platónico y amistoso. En viejos tiempos de cabarets, salas de fiestas nocturnas, solía pegar la hebra con alguna de las habituales, filtradas por el maître, que veían llegar la hora del cierre sin haber conseguido el cliente. Hablábamos con ellas, interesados por las peripecias profesionales, que nos confiaban con gusto y desahogo. Entonces se popularizó el bastante cierto trinomio de las "tres pes": prostitutas, policías y periodistas. Siempre fuimos los canallescos chivos expiatorios. Comprobé que entre aquella casta había espléndidos seres humanos.
Se popularizó el bastante cierto trinomio de las "tres pes": prostitutas, policías y periodistas
Desde siempre ha sido un modelo de economía sumergida, hasta fechas recientes que, según parece, tiene aire del negocio sospechoso, explotador, ultranacional y mafioso. Considero que elegir tal oficio supone una cuota voluntaria y cómoda, para la que se precisa cierta predisposición o tendencia vocacional, en lo que no me meto. Tampoco enjuiciaría si un perito agrícola o un oficial de notarías fuese frustrado campeón olímpico de natación, chocolatero, incluso pinche de gran restaurador. Allá cada cual.
No hacen falta conocimientos ni experiencia para deducir que la prostitución ha cambiado. Lo comprobamos cada mañana con cualesquiera que sean los periódicos consultados: ofertas estremecedoramente explícitas sobre cualidades y servicios ofertados. Salvo los puticlubs de carretera, incluidos en las listas del fisco, el oficio se ejerce por libre y, me parece que, al menos de manera oficial, está excluido de los beneficios de la Seguridad Social.
Como todo lo demás, han cambiado las estructuras: ni la ramera es un ser marginal que tiene que ceder la acera, ni el cliente un insatisfecho del tálamo. A juzgar por la profusión de reclamos publicitarios, la demanda debe ser alta y me considero incapaz, por edad y otras circunstancias, de ponerme en los zapatos del usuario. Quizás exista aún la división clasista entre las de más baja ralea y las de alto vuelo, la del cliente urgido y mezquino y la entretenida que mezclaba refinamientos de geisha con la comprensión de la "querida", entrañable nombre que se le daba a aquella esposa bis. Hoy está todo socializado, popularizado, vulgarizado y en este tema recuerdo aún cuando, en el bar que frecuentaba antaño, me señalaron a las últimas grandes cocottes -¡qué cursimente afrancesado modismo!- que señorearon Madrid en el entorno de la dictadura de Primo de Rivera. Hicieron entrada principesca, llevando una de ellas el consentido pequinés en brazos, algo que no le hubieran consentido a otra mujer. Pidieron sendos cócteles y fumaron en largas boquillas, como si estuvieran en su boudoir. Los camareros más antiguos las saludaron con respeto y viejos clientes se acercaban a besarles la mano que tendían con cierta languidez. Eran conocidas por sus apodos y me parece que coincidieron dos notables: La Caoba y La Brillantes. La primera fue amante del dictador de Jerez de la Frontera y ambas eran mujeres maduras de extraordinaria distinción y belleza. Por supuesto tenían el riñón forrado y ya no dependían de los hombres.
Después de ellas se ha socializado el asunto y, salvo en círculos restringidos, no hay notoriedades, el anonimato ha caído como un demócrata manto sobre la debilidad de la lujuria. Aquellas rutilantes estrellas del fornicio practicaron y predicaron la más importante de sus virtudes: la discreción. No hay memorias -que serían jugosísimas, incluso alejadas de los confines sexuales- porque fueron testigos, cómplices, colaboradoras necesarias muchas veces, de acontecimientos políticos o económicos de fuste. Ignoro si pagaban impuestos, algo que ignoro si cumplimentan los centenares de seres -ahora de ambos sexos- que ejercen una tarea prácticamente pública, burladero de cierta actividad sumergida de considerables proporciones. Un fenómeno se ha producido: apenas hay prostitutas españolas; el Caribe, el este de Europa y la fecunda Asia han echado de las calles a nuestras compatriotas. ¡Pobres chicas!
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