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EL CHARCO | FÚTBOL | Los grandes, vistos por los entrenadores
Columna
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Jugando con Haydée Lange

Crucé el charco emocionado con la promesa de un partido histórico. Cuando llegué al Bernabéu, el bullicio se mezclaba con viejas imágenes de gambetas y de goles. Melancolía: volver a ver la conocida hierba y no poder pisarla. Constatar que el tiempo pasa y los dos hemos crecido.

Creo recordar que el tedio comenzó, más o menos, después del cuarto lanzamiento largo hacia Cristiano Ronaldo. En el demorado recorrido de otro pelotazo me sorprendió un recuerdo fugaz: en una conversación soñada de Borges con Haydée Lange, ella repetía cosas ya dichas que él ya sabía y le contestaba de manera mecánica. Después, antes de despertar, recordé que ella era un fantasma.

El Madrid decidió que sus posibilidades de ganar pasaban por lograr una réplica exacta del plan de Mestalla: otra exaltación de compromiso emocional y táctico para cubrir espacios y cabalgar a la contra. El Barcelona, esta vez, jugó a un juego diferente. Los contragolpes sufridos en la final todavía le dolían al equipo catalán, que, con un principio de cautela y algunas ausencias, propuso un partido más paciente y contenido. El Barça tejió sin apuros utilizando solo recorridos seguros. Alves rara vez se atrevió a llegar a los tres cuartos de cancha. Con Puyol en el otro lateral y Keita en lugar de Iniesta, su juego fue, sin salir de su estilo, más estático y menos agresivo que el habitual. Alejado de las rotaciones posicionales de Rinus Michels.

Para el Madrid, morir o vivir es ya lo superficial. Lo importante es hacerlo con las botas puestas
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El Madrid, en guardia constante, se cubría así de su propia sombra mientras los centrales del Barça se pasaban la pelota. Cuando tenía el balón en su poder, exploraba larguísimos trazos a espacios imaginados que luego no eran tales porque el rival no se había desplegado. O se atropellaba en el afán por desprenderse rápido de la pelota, como si le quemara en los pies. Encerrado en su esquema, alejado de su idiosincrasia, con un plan inalterado y con cada jugador pendiente de su sitio, el Madrid parecía conversar con un fantasma. Ya era menos que el Barça cuando Pepe dejó el campo con una entrada evitable, entre la tarjeta roja y la amarilla. La razón que inclinó al colegiado fue la historia. El pasado de Pepe. Su costumbre de jugar en el filo, el recuerdo fresco del pisotón a Messi o del corte de mangas en la final de la Copa en Valencia.

A partir de ahí es historia conocida. Messi justifica mi viaje, el aforo y la existencia del fútbol. También explica, en parte, los temores en el punto de vista del entrenador del Madrid -ya de por sí proclive a jugar con gran seguridad defensiva- y por qué eligió en estos partidos cerrarse como un puño. Messi inventa en cualquier pequeño espacio una nueva dimensión. Otorga al armónico juego del Barça una llave maestra. Inyecta de sentido su sistema.

Los últimos clásicos nos dejaron dos lecciones importantes. Una es que se puede ser eficaz renunciando a la pelota. La otra, que para lograrlo un equipo no depende de sí mismo, sino de que el rival genere las condiciones idóneas.

Cuando se juega desde el control del balón, se obtiene la iniciativa. Sin el balón, uno se limita a dar respuestas al discurso de otro. La renuncia al balón es útil como recurso específico y circunstancial, como lo demostró el Madrid en el primer tiempo de la Copa, pero pierde sorpresa cuando se convierte en sistema.

Vimos también los límites de las adaptaciones. Le resulta viable a un equipo como el Barça, acostumbrado a desplegarse y tocar para atacar, pasar a defenderse. Incluso puede defenderse desde la posesión del balón. Más difícil es para un equipo habituado a estar siempre cerrado, para defenderse, abrirse y tocar para llegar al gol.

El último round nos deja otras preguntas. ¿Qué hará el Madrid? ¿Jugará con un delantero por delante de Cristiano y entrará un volante creativo por uno defensivo? ¿O se limitará a cubrir los cambios obligados? A esta altura del partido, al Madrid le toca vivir su propia paradoja. A su pragmatismo solo lo puede salvar un idealismo: morir o vivir es lo superficial, lo importante es hacerlo con las botas puestas.

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