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Columna
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Barra libre para los obispos

Firmados pocos días después de la entrada en vigor de la Constitución pero negociados antes de su aprobación, los Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede -sobre asuntos jurídicos, educativos, culturales y económicos- son un cuerpo extraño dentro de un sistema político aconfesional. Acogidos a la protección otorgada por el Derecho Internacional, los sustanciosos beneficios de naturaleza fiscal y los restantes privilegios concedidos al Vaticano son gestionados por los obispos de nacionalidad española (en torno a 70 varones) que integran la Conferencia Episcopal. Con independencia de su dudoso encaje en la norma fundamental (pese a la desfalleciente sentencia dictada por el Constitucional en 2007), el anacronismo, la disfuncionalidad y el elevado coste de esta cuña introducida en un Estado laico hacen indispensable la denuncia de los Acuerdos de 1979, que sitúan a la Iglesia española en algunos aspectos bajo el principio de extraterritorialidad.

La ventajista interpretación dada por la Jerarquía Eclesiástica al capítulo sobre Educación -un texto en sí mismo abusivo- atribuye a los obispos la facultad de nombrar (o despedir) anualmente a los profesores de religión en función de criterios fijados por el derecho canónico: competencia didáctica y conducta testimonial de vida cristiana. La Administración del Estado (el Ministerio de Educación primero y las comunidades autónomas más tarde) estaría obligada a designar (o cesar) de manera automática a las personas santificadas con la correspondiente Declaración Eclesiástica de Idoneidad (o desposeídas de la licencia para enseñar). Y, por supuesto, también debería hacerse cargo de sus honorarios (o de sus reclamaciones). Según esa versión, la rescisión unilateral por el obispo de su relación especial y temporal con el profesorado de religión no sería técnicamente un despido. Tampoco los jueces de lo social tendrían vela en ese entierro. Ahora bien, los tribunales han acogido las demandas de buen número de profesores despedidos, a veces por motivos tan pintorescos como participar en una huelga legal, irse de copas con los amigos los fines de semana o estar afiliados a Comisiones Obreras. La Iglesia se ha venido resistiendo como gato panza arriba a sufragar -como debiera- las indemnizaciones por despido y por daños morales fijados por los jueces. A la inversa del grosero quien paga, manda, la obligación de soltar el dinero correspondería -según la insumisa Jerarquía Eclesiástica- a quien obedece, esto es, al Estado; una sentencia del Supremo de 2009 ha rechazado, sin embargo, esa provocadora pretensión.

El Pleno del Constitucional del pasado 14 de abril otorgó el amparo a una profesora despedida en 2001 de su trabajo por el obispo de Almería tras siete años de prestar sus servicios en colegios públicos. El caso clama al cielo y evoca el fuego del infierno y de la inquisición, mostrando con crudeza las delirantes paradojas de este regreso al Medievo: el crimen de la profesora fue contraer matrimonio civil -siendo soltera- con un ciudadano alemán divorciado en espera de su anulación canónica. La demanda de la profesora contra su despido -por vulneración de sus derechos fundamentales a la intimidad y a no ser objeto de trato discriminatorio- fue rechazada, sin embargo, por un juzgado de lo social de Almería y por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía.

La resolución del Constitucional -de la que ha sido ponente el magistrado Manuel Aragón- anula las dos sentencias adversas para la demandante. Aunque el Obispado de Almería haya optado cínicamente por llamarse andana, arguyendo que el rapapolvo solo concierne a los jueces, el alto tribunal advierte que los fallos dictados en el futuro sobre el despido de la profesora deberán partir "inexcusablemente" de la ponderación entre los derechos fundamentales en conflicto (la libertad religiosa y la libertad individual) llevada a cabo por la sentencia. Los términos de la resolución son taxativos: el despido de la profesora almeriense "no afecta a sus conocimientos dogmáticos o a sus aptitudes pedagógicas" sino que se fundamenta en "un criterio de índole religioso o moral" que "no puede prevalecer por sí mismo sobre los derechos fundamentales de la demandante en su relación laboral".

El inequitativo procedimiento utilizado por la Iglesia para seleccionar a los profesores de religión es la inevitable consecuencia de un planteamiento viciado desde el origen. La pretensión eclesiástica de que la religión tenga el mismo estatuto como asignatura que las matemáticas se da de bruces con la aspiración paralela a que sus profesores -aunque pagados por el Estado- sean nombrados y despedidos libremente por los obispos. Porque el lugar adecuado para impartir ese tipo de adoctrinamiento acogido al principio de extraterritorialidad no serían las aulas de los colegios públicos, sino las sacristías de las parroquias ayudadas económicamente por sus feligreses.

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