La religión
Cuarenta años, con sus bisiestos, sus domingos y sus lunes, sus pascuas y eclipses, anduvo el pueblo de Israel por el desierto, en busca de una patria aplazada, o eso leemos en las páginas inspiradas por el paráclito; sólo diez, con la merma consiguiente de bisiestos, lunes y eclipses, ha necesitado Resurrección Galera, que solía enseñar a los niños estas cosas y otras de más alcance, para que la autoridad eclesiástica siga permitiéndole hacerlo sin afearle el currículum. La profesora de religión de Almería se siente exultante de felicidad luego de que el Tribunal Constitucional le otorgue la razón y haya decidido que lo que haga en su tálamo (a saber: casarse con un divorciado y sin cruces de por medio) no tiene por qué afectar a su enseñanza del evangelio y que por tanto esta puede proseguir su curso sin interferir con aquel: como en el ejemplo bíblico que sin duda ella conocerá bien, ha sido reconocido su derecho a permitir que su mano diestra opere sin que la siniestra se le interponga, y viceversa. Me congratulo sinceramente por la decisión de los jueces, puesto que ningún trabajador ha de encontrar obstáculos para ejercer su labor por motivos que solo atañen a los trapos sucios que lave en casa, pero también reconozco que la actitud de la profesora Galera me sorprende y divierte un poco. No me acabo de explicar muy bien cómo ella puede querer seguir difundiendo en sus clases ese ideario que ha estado a punto de condenarla a la leprosería, o cómo acepta trabajar de nuevo para una empresa que ha dejado muy claro que la considera una paria y animal inferior: definitivamente lo suyo ha de ser fe de la buena, de la que predican curas y cirujanos y sirve para abatir todos los escudos contrarios de la sinrazón y el desprecio. O, sencillamente, es que la cosa está muy mal para rechazar un trabajo, por indigesto que sea: sus razones tendrá la buena mujer.
Ahora bien, su caso servirá asimismo para que vuelvan a plantearse una batería de cuestiones que no por ser visitadas una vez y otra han llegado a resultar más evidentes o más claras: qué hace el estado sufragando parte del sueldo de unos servidores de intereses privados, qué hace esta dichosa asignatura impartiéndose en centros públicos, qué hacen estos trabajadores (los profesores de religión católica) sometidos a unas condiciones que dependen del arbitrio de patrones cicateros y metomentodos. Pero en fin, lo que permanece de fondo es la dichosa cuestión de siempre: cómo permite un estado laico que siga enseñándose religión católica en sus escuelas al mismo rasero de materias como la biología o el álgebra, y cómo permiten en aulas cuyo equipamiento pagamos todos los contribuyentes signos sectarios que identifican solo a una parte de ellos. Que esa religión sea mayoritaria es un argumento que no vale un pito, y estoy hasta las gónadas de oír esa cantinela de sacristía de que el mundo actual ha emprendido una persecución contra los cristianos que hace revivir los tiempos aciagos de Nerón y las fieras: hace falta, digamos, poco decoro para afirmar que el cristianismo vive acosado después de que todas las ciudades de Andalucía se paralicen durante siete días para que sus ídolos se paseen por las calzadas, y de que hasta se retransmita la misa de guardar por el canal que suele televisar los documentales. Lo que le pasa a esta gente es que les ciega la nostalgia de esos tiempos cerriles en que el poder religioso asfixiaba a una razón que solo poco a poco y con trabajo logró sacar la cabeza para ganar la luz: pero por fortuna, tuvimos nuestra Ilustración y quedó meridianamente claro (sobre el papel, al menos) que ningún estado ha de comprometerse con la defensa de un credo y que la de educación ha de garantizar la igualdad de orientaciones, por aberrantes, disparatadas y obtusas que nos puedan resultar, para que cada cual la practique, si quiere, en su casa. Y, a ser posible, sin cornetas, tambores e incensarios de por medio.
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