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Reportaje:PENSAMIENTO

El dedo y la Luna

Qué difícil es ser contemporáneo! Posiblemente no haya mayor alienación que la de no ser ciudadano de tu tiempo, la de comprender el mundo y a uno mismo con conceptos prestados y sentir emociones que no son propias, usufructuadas de las de las generaciones anteriores. El anacronismo encuentra su metáfora en la etiqueta obligada para los novios que celebran una boda tradicional, ella de radiante traje largo blanco, él de impecable chaqué. Así se casarían las clases acomodadas hace siglo y medio, conforme a las pautas de elegancia entonces imperantes. Pero, ¿ahora? ¿Carecemos de una elegancia contemporánea que nos componga para esta solemnidad? Y si se trata de disfrazarse, romper las rutinas en ocasión tan principal, ¿por qué conformarse con la moda decimonónica, por qué no un traje medieval o de carnaval o de astronauta? Sirva lo anterior de ejemplo de cómo el presente es una macedonia de épocas muy distintas que coexisten en separados rincones del planeta -desde la edad de piedra en tribus amazónicas a la posmodernidad en nuestras sociedades occidentales, con todos los estadios intermedios- pero que también conviven en el mismo suelo y aun en el mismo ciudadano, cuyo yo no es un yo individual, sino un yo tumultuario compuesto por una polifonía de voces, todas coetáneas pero... ninguna contemporánea. Son coetáneos los acontecimientos que concurren en el mismo tiempo, mientras que son contemporáneos los que responden a las urgencias específicas de su tiempo. Y es ahí donde nos enfrentamos a un serio problema de agenda.

La transgresión ha sido cosificada por un mercado que absorbe todas sus contradicciones

No creo en la doctrina ilustrada del progreso necesario pero a veces uno se sorprende al observar los ardides que usa la Historia para llevar el agua a su molino. Muchos de los más innovadores novelistas, filósofos y artistas de los dos últimos siglos estaban animados por una intencionalidad nihilista, anti-civilizadora y, sin embargo, con sus grandes creaciones subversivas han contribuido más que nadie al progreso moral de la civilización.

Pensemos en la transgresión, ese acto liberatorio típicamente moderno. Toda opresión, toda explotación, todo despotismo trata de legitimarse ante quienes los padecen con un relato ideológico que les explica que "el actual estado de las cosas", tan perjudicial para ellos, es un hecho de la naturaleza en el mismo pie que el rotar de las estaciones y tan inevitable como él. Para asegurarse la obediencia de los oprimidos, la sociedad represora genera un mundo simbólico y unas costumbres respetables que les inducen a aceptar dócilmente esa autocoacción. Surgen entonces algunas personas inconformistas que adivinan el trampantojo y se rebelan contra él, mostrando la arbitrariedad de las distinciones tradicionales entre lo correcto y lo desviado, lo sano y lo enfermo, lo decente y lo desviado. Por ejemplo, la hegemonía cultural condena la corporeidad humana y cuidadosamente asocia el uso libre de la sexualidad a un eficaz combinado de castigo jurídico, reproche social, diagnóstico clínico (las llamadas perversiones), mala conciencia, vergüenza y hasta asco de uno mismo. Es transgresor quien denuncia este desprecio del cuerpo desautorizando las doctrinas que lo sustentan y también quien, pasando de la teoría a la acción y del mundo simbólico a las costumbres, escandaliza a los biempensantes con un comportamiento público sexualmente desinhibido, exhibicionista y provocador, que genera gran angustia entre los reprimidos pero que no tiene otra finalidad que recordarles el carácter histórico, interesado y tendencioso de la regla prohibitiva. Pues bien, en una sociedad represora, el estandarte de la civilización se pone sin vacilar del lado de la perversión y de la desviación y por eso los grandes transgresores de los siglos XIX y XX eran en el fondo grandes moralistas que, liberando al hombre de las opresiones tradicionales, contribuyeron decisivamente a su dignificación.

Si digo que la nuestra ya no es una sociedad represora sino liberada no defiendo que hoy no haya violaciones a la libertad -miles al día- sino que ya no se reputan lícitas, como antes. La cuestión moral ahora pendiente ya no es cómo ampliar la libertad subjetiva sino cómo crear las condiciones para una convivencia pacífica entre millones de individualidades liberadas fomentando entre ellas hábitos de amistad cívica. Convivir implica aceptar positivamente algunos gravámenes restrictivos y esta aceptación exige a su vez un aprendizaje moral y sentimental del ejercicio de la libertad. Ser contemporáneo consiste ahora en suministrar ideas y emociones que contribuyan al progreso moral de la civilización en la dirección señalada.

En lugar de prestar ese servicio, la cultura dominante -la cultura coetánea- sigue insistiendo con monotonía en el lenguaje de la liberación. No sólo el artista o el filósofo nihilista, todo el mundo es en la hora presente un gran, un inmenso transgresor. Quien más quien menos se reclama provocador, subversivo, inconformista y rebelde. Oh, sí, por supuesto, un gran transgresor, pero ¿de qué y contra qué? El más modoso de los ciudadanos bosteza de aburrimiento ante espectáculos licenciosos que hasta hace poco habrían hecho sonrojarse al mismo Calígula. Ser transgresor es hoy como hacer top less en una playa nudista. Si la transgresión ha perdido últimamente su èlan liberatorio se debe a que, como señala Bataille, su práctica presupone la existencia de una regla prohibitiva que se contraviene pero no se suprime, y el proceso liberador ha suprimido todas las reglas y no ha dejado nada que contravenir. La transgresión ha sido cosificada por un mercado que absorbe todas sus contradicciones y las integra en su lógica; ha sido institucionalizada por obra de un Estado que la subvenciona y le presta sus espacios oficiales (teatros y museos públicos); ha sido neutralizada por leyes que normalizan una opción sexual condenada hasta hace poco como vicio nefando.

También a mí se me escapa un bostezo ante tanta afectación anacrónica y tanta maniera antica. ¿Qué es hoy la transgresión? Un novio vestido de chaqué. Mientras el contemporáneo señala la Luna, el coetáneo mira el dedo y no la Luna.

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