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Crítica:ROCK | Deerhunter
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La sinfonía del ruido

Brazos largos, flequillo rubio, piernas delgadas, camiseta XXL de pordiosero y cara de un Tom Petty enfermo y deshidratado. Al ver anoche la desgarbada figura de Brad-ford Cox estirarse sobre el escenario de La Riviera, muchos podrían pensar que es un tipo rarito. Lo es, sí, pero no solo por su físico. A esto último los médicos lo llaman de otra forma y son más elegantes: Cox, nacido en Atlanta hace 28 años, sufre síndrome de Marfan, el mismo que padeció Abraham Lincoln, que provoca un aumento inusual de la longitud de los miembros. El diagnóstico de esta enfermedad hereditaria suele dejar claro una cosa: no afecta a la inteligencia, que es el músculo con el que trabajó ayer Cox al frente de Deerhunter.

Dio igual que solo hubiese 1.000 personas, de las 2.500 que caben en la sala, y que el grupo sea -no nos engañe-mos- minoritario, lujo de entendidos y avispados. El de anoche fue un concierto intenso, difícil, no apto para todos los públicos, pero necesario y enriquecedor si se quiere saber qué ocurre más allá de las listas de ventas.

Un geniecillo

El cuarteto Deerhunter arrancó con Desire lines, de su cuarto y último disco, Halcyon Digest. Desde la segunda canción, Cox coge las riendas del cuarteto, evidenciando que, aunque se sitúe en un lateral y no se pasee por el escenario más que una vez para esconderse detrás de una columna de amplificadores, él es el 95% del grupo. Es un geniecillo -otros se atreven a llamarlo esquizofrénico- con altas dosis de talento y que fabrica canciones desde el inconsciente. Él mismo asegura que, para componer, entra en trance y, cuando se despierta, encuentra seis o siete temas escritos sobre la mesa. Son melodías brumosas y atonales con algún grado de ansiedad, atmósferas opresivas y vaporosas de nostalgia ruidista.

El de anoche fue un concierto de sensaciones más que de fuegos artificiales. Había que cerrar los ojos y dejarse llevar por unos desarrollos largos y sensitivos, complejos, guitarreros y con aristas. Si se miraba al escenario no se encontraba sino los mismos aburridos vicios y la apatía indolente de muchos grupos noise de los noventa. Menos mal que estos chicos saben lo que hacen: ampliar en forma de música el juego mental de Cox. Y lo hacen bien. Si uno se despista lo más mínimo, aunque sea el tiempo de pedir una cerveza, está perdido: recuperar la concentración y el hilo en esta fina sinfonía del ruido se convertirá en una quimera. Merece la pena estar atento.

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