_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ser gallego

¿Qué es ser gallego? A esta pregunta se le han intentado dar muchas respuestas, casi todas ellas insatisfactorias. Paul Lafargue, el yerno de Marx, nos dejó incluidos en el Guinnes de los pueblos esclavos, que aman el trabajo, lo que en su pluma de autor de El derecho a la pereza no constituía precisamente un timbre de gloria. Ni tan siquiera tendríamos la eximente de ser trabajadores por mor de una historia de pobreza, porque a la vista está que hay infinidad de pueblos que, por más que hayan tenido la experiencia de la miseria, no se les ha ocurrido por eso abandonar su amor por el ocio, que es característico, por lo demás, de los pueblos cultos y refinados cuando no se confunde con la molicie. Dicho esto, Valentín Paz Andrade narraba en alguna parte que en el siglo XIX muchos gallegos trabajaron como esclavos tanto en la construcción del Canal de Panamá como en Cuba. Esclavos en el sentido literal: esto es, vendidos en el zoco. El nuestro es un pasado que compite en hambre con el irlandés.

Los viejos prejuicios que el país tiene acerca de sí mismo se mantienen con notable acuidad

Más tarde, creo recordar -cuando uno cita ha de hacerlo de memoria si no tiene el libro a mano- que fue Paul Preston quien, en su biografía de Franco, lo describía como un gallego taimado, condición esta que le habría permitido irse deshaciendo poco a poco de sus competidores en el generalato para irse instalando como Caudillo y Dictador de España, que lo fue, al parecer. El fallecido psiquiatra Carlos Castilla del Pino se vio obligado a cumplir su servicio militar en Ferrol en los años de la cruda posguerra. De su experiencia con enfermos del país sacó la siguiente pregunta, acaso retórica: ¿ eran esquizofrénicos, o simplemente gallegos? El escritor Paul Theroux haciéndose eco de una de las victorias de Fraga escribe en su Las columnas de Hércules: "Decían que tenía todas las características de los gallegos, que son, sobre todo, inexplicables y enigmáticos".

Más recientemente, diferentes dirigentes políticos, han intentado profundizar en nuestra substancia, eso que Aristóteles define como "lo que está por debajo de" y se mantiene inalterable a pesar de la diversa multiplicidad de los gallegos empíricos. Lo han hecho generando escándalo, pues todos los gallegos hemos salido al unísono como si fuésemos damiselas pudibundas defendiendo nuestro honor vejado. La primera en picar fue Rosa Díez, a quien, sin embargo, deberíamos agradecerle su hallazgo lingüístico. Ella nos ha explicado que se puede ser gallego de un modo no peyorativo, lo que siempre es de agradecer. Más tarde, José María Aznar ha afirmado, respecto de Mariano Rajoy, que su condición de gallego no le impide tener grandes cualidades para ser presidente, lo que no deja de ser un alivio. Finalmente, menos ingenioso, como corresponde a su carácter de émulo de Buster Keaton, Montilla ha acusado, con su cara de palo, a los diputados de CiU de comportarse como gallegos, esto es, como gente de la que no se sabe si viene o si va, que es, por decirlo así, el epítome, la cumbre, el cénit clásico de la esencia de la galleguidad buscada y encontrada.

Ese escándalo lo hemos montado con notoria hipocresía, y supongo que para divertirnos un rato, pues es cosa sabida que los gallegos no nos tenemos, en general, en mejor opinión. Es más, los viejos prejuicios que el país tiene acerca de sí mismo se mantienen con notable acuidad. Y cabe decir que con cierta razón, pues la mayor parte son acertados. Lo que pasa es que a nadie le gusta que le digan las verdades del barquero, y además es más fácil revolverse contra el mensajero que contra la cosa misma. El "somos galegos e non nos entendemos", de Juan de Valeyra, adagio también atribuido al Conde de Lemos, resuena desde la Edad Media por todas nuestras llanuras y montañas. Basta leer la prensa del país para constatar que, en efecto, la gente de Vigo no encuentra mayor placer que rivalizar con la de A Coruña -al menos eso creen sus alcaldes y la prensa local. Ni los aeropuertos, ni los puertos marítimos: si eso hay que pactarlo, en Galicia preferimos ser todos tuertos, y hasta ciegos.

Dado que soy de casa, espero que nadie me tirará cantos rodados si digo que yo mismo he dejado por escrito la opinión de que todo gallego debería nacer acompañado de un prospecto, como los medicamentos. Un libro de instrucciones para su uso y, eventualmente, indicaciones para el manejo de las diversas piezas. Es cierto que la humanidad en general es oscura e insondable, metafísica de una pieza, pero los gallegos, hasta dónde se sabe, nos llevamos la palma. Otro psiquiatra, Santiago Lamas, ha escrito un bonito libro cuyo título es ya el mensaje: Galicia borrosa. No me sé todos los himnos del mundo, pero ¿hay alguno en el que su autor, el vate romántico, fundador de la nación, queriendo hacer alarde escriba "os tempos son chegados / dos bardos das edades / que ás vosas vaguedades / cumprido fin terán"? Si hasta Pondal lo vio, algo habrá, pues. Vamos, digo yo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_