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Columna
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El equilibrio

Cuando el insigne barón de Montesquieu enunció su famosa teoría de la división de poderes, no estaba pensando en la independencia de los órganos para legislar, juzgar o ejecutar. Después de reflexionar quedamente sobre ello, llego a la conclusión de que lo que, según él, motivaría la separación profiláctica de estos tres aspectos del ejercicio de gobierno no es la garantía de la libertad, sino del recelo. La desconfianza es provechosa para la política: si no puedes controlar a quienes te mandan, ponles al lado a otros que manden lo mismo y que los vigilen. Muchos han creído que el insigne barón de Montesquieu, al alimón de Rousseau y de Condorcet, era un defensor a ultranza del optimismo antropológico: que, igual que la gran mayoría de los pensadores ilustrados, defendía la bondad congénita del ser humano y que dicha bondad lo hacía merecedor de un gobierno igualitario, democrático y en tres partes. Pero después de reflexionar quedamente sobre ello, concluyo que no. Que en realidad el insigne barón de Montesquieu no era menos maquinador que el pérfido Maquiavelo, que siempre supo, y avisó a sus vecinos de ello, que el que manda quiere mandar más y hará lo posible, subterfugios, mentiras y tergiversaciones incluidos, para seguir mandando todo lo que pueda. Cuando el insigne barón de Montesquieu exigió la separación de poderes, lo hizo no con el fin de que cada cual actuara libremente por separado, sino para que se vigilaran los unos a los otros. Para que se odiaran; para que practicaran el estrabismo y miraran de reojo lo que el otro hacía; para que los excesos de poder de uno no provocaran una merma en el del de enfrente.

Muchos consideran denigrante la lucha sin cuartel entre el brazo ejecutivo y el judicial

Ante el litigio entre la dichosa juez Alaya y una Junta de Andalucía que se niega a compartir papeles como un alumno de guardería, el ciudadano, perplejo, no puede elegir bando claro. Y no puede elegirlo porque ninguna de las partes representa sus intereses: el ciudadano asiste sencillamente al funcionamiento, neutral y frío, del proceso de equilibrio democrático. Para entendernos con un símil, el ciudadano, o el estado, o lo que sea, consiste en un trozo de carne que se disputan dos lobos: uno tira de un lado y el otro del opuesto, y todo irá bien mientras la carne no se desgarre. Muchos consideran que este espectáculo, el de la lucha sin cuartel entre el brazo ejecutivo y el judicial, ahora llevado al Tribunal Supremo, es denigrante y que descalifica los valores de la democracia: yo no. Yo lo encuentro, por el contrario, altamente didáctico. No podemos identificarnos con la Junta porque su obcecación en no entregar las malditas actas so alegato de secreto de estado y la opacidad con que recubre todas sus maniobras huelen a algo quemado, a suciedad debajo de la alfombra: no sé si habrá algo ahí, pero si no lo hay están convenciéndonos estupendamente de lo contrario. En cuanto a la señora juez, tanta insistencia en la búsqueda microscópica de indicios, la apertura de procesos paralelos a individuos vinculados de algún modo al partido en el poder, las pésimas maneras y las filtraciones a la prensa dejan entrever que la presunta ecuanimidad por la que ocupa su cargo puede inclinarse de antemano hacia uno de los platillos de la balanza. Al ciudadano atónito sólo le queda contemplar el curioso espectáculo del juego de fuerzas como contemplaría el despliegue de un maremoto o una tormenta de arena: ambos se exceden y ambos se contienen por la energía del contrario. Y así seguirá la cosa, hasta que el trozo de carne se rompa por el punto más débil. Y uno de los lobos, o los dos, se pegue un batacazo y tenga que salir huyendo, con el rabo entre las patas.

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