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Reportaje:GOLF | MAsters de Augusta

El precio de ser Tiger Woods

El estadounidense cambia su juego en busca de una perfección imposible

Juan Morenilla

"Good morning, mister Watson!", dice, respetuoso, Miguel Ángel Jiménez mientras se toca la gorra, descansa el puro y saluda reverencialmente al gran Tom Watson, 61 años y todavía dando guerra. "Morning!", dice a su lado Chema Olazábal mientras los dos españoles lanzan decenas de bolas en el campo de prácticas antes de que empiece lo serio.

Los mitos pasean por Augusta. Watson tomó ayer la salida en la primera jornada del Masters bajo un sol fustigador. Jack Nicklaus dio el simbólico golpe de arranque a las 7.40 junto a Arnold Palmer en una edición con mucha carga simbólica. Es el 75º aniversario del torneo y se cumple un cuarto de siglo desde la sexta victoria de Nicklaus, con 46 años. Y en cada hoyo alguien pregunta por la salud de Seve Ballesteros, que mañana cumplirá 54 años. El homenaje de Phil Mickelson en la cena de los campeones se siente por todo el campo.

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Nicklaus sigue siendo el mito de los mitos. Sus 18 títulos grandes parecen más a salvo desde que Tiger Woods dejó de machacar rivales. Cuando ganó el Masters de 1997, Tiger abrió una nueva era en el golf: se impuso en siete de los 11 grandes siguientes, un récord de otro planeta. Hasta que las lesiones y el escándalo matrimonial derrumbaron al gigante. Ahora quiere levantarse, pero a su alrededor todo es un terremoto. Su mundo es una continua sacudida. Así es difícil cerrar la mente y concentrarse al máximo en embocar con precisión milimétrica la pelota en un agujero a varios metros de distancia.

El cariñoso saludo de Jiménez a Watson es lo más parecido al diálogo de cualquier jugador con Woods en el campo. El hombre está siempre envuelto en una atmósfera eléctrica. Las conversaciones de la mayoría de los golfistas con él no pasan de una típica charla de ascensor: "Hola, buenos días, qué buen tiempo hace, que tengas un buen día...". Guardaespaldas, agentes y aficionados no permiten más acercamiento. Es terreno blindado. Tampoco El Tigre está preocupado por las relaciones en el cara a cara. Las redes sociales han sustituido la poca charla que había. Su obsesión es el juego. Desde que comenzó su carrera en lo más alto, Woods ha perseguido la perfección en el golf, dominar como nadie cada una de las facetas de su deporte, conseguir lo que ni siquiera Nicklaus alcanzó. Por eso ha cambiado hasta tres veces su swing, incluso cuando estaba en la cúspide de su juego. Por eso está siempre en continua evolución. Como dice Nicklaus, parece jugar muchas veces más preocupado de la mecánica del golpe que de sus sensaciones. Como si estuviera en un laboratorio en vez de en un campo lleno de variables. Parece demasiado mecánico. No se deja llevar. Piensa el golpe con la cabeza más que lo siente en la yema de sus dedos.

En su búsqueda de la perfección imposible, Tiger ha arriesgado hasta tensar al máximo la cuerda. Siendo muy bueno, quiso ser mejor y en ocasiones se equivocó de dirección con las alteraciones en su juego. Era habitual que se plantara delante de una pantalla a observar a otros golfistas para tratar de componer la pieza perfecta con un poco de este y un poco del otro. Ahora le ha dado otra vuelta al swing, puede que su punto débil porque nunca estuvo entre los 50 mejores en cuanto a la precisión en el drive.

Su nuevo entrenador, Sean Foley, le ha hecho ver vídeos de cuando era júnior buscando una vuelta a los orígenes. Pero su tortura parece seguir en el juego corto, cerca del hoyo, en los putts. Esa fue su condena el año pasado en Augusta. Y esa fue también la losa que llevó ayer durante parte de la primera vuelta. Los putts siguen sin entrarle. Los bogeys aparecen, como en los hoyos 10 y 11. Justo el golpe que requiere más concentración, la mente más limpia, en blanco. Cuando centenares de ojos te observan, cuando las pisadas de cientos de aficionados te acompañan, la tarea requiere un hermetismo mental a prueba de todo. Tiger lo tenía.

El putt era lo que diferenciaba a Woods de los mortales. Ese golpe de pocos metros que el resto dejaba al borde del hoyo y él embocaba. La diferencia entre hacer un birdie o conseguir el par. Ese golpe mágico ha desaparecido. Tiger se ha humanizado. La culpa la pueden tener 25 millones de euros. Es el dinero que cada año Nike paga a Tiger por vestir sus gorras y camisetas y por utilizar su material. Woods ganó sus 14 grandes con un putter de Scotty Cameron. Desde el Open Británico de 2010 utiliza un palo de Nike. Con él no ha ganado nada. Es el precio de llamarse Tiger Woods. Y de querer ser perfecto.

Tiger Woods, ayer, camino del <i>tee</i> del hoyo 1 para iniciar el primer recorrido.
Tiger Woods, ayer, camino del tee del hoyo 1 para iniciar el primer recorrido.CHARLIE RIEDEL (AP)

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Sobre la firma

Juan Morenilla
Es redactor en la sección de Deportes. Estudió Comunicación Audiovisual. Trabajó en la delegación de EL PAÍS en Valencia entre 2000 y 2007. Desde entonces, en Madrid. Además de Deportes, también ha trabajado en la edición de América de EL PAÍS.

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