El orgullo
No olfatear la tempestad a distancia es algo que le puede ocurrir al marino más experimentado. Ahora bien, no verla cuando la tienes encima ya resulta un poco más grave. Tal vez se trata de un efecto secundario de los tiempos que vivimos. El fenómeno es profundamente contemporáneo aunque tiene antecedentes históricos y literarios de gran calado. Fabricio del Dongo, el protagonista de La Cartuja de Parma, está en el mismísimo campo de Waterloo el día de la batalla y se pregunta qué clase de pequeña escaramuza será esa. Waterloo, el fin del imperio napoleónico, ni más ni menos. También hay quien llega a casa cada día sin darse cuenta de en qué maldito momento se ha ido al carajo su vida.
A veces nos cuesta distinguir lo cotidiano de lo trascendental. Cuestión de perspectiva. Todo el mundo se siente tan preocupado por el futuro que nadie está preparado para ver lo que tiene delante de los ojos. Ni economistas internacionales, ni analistas políticos, ni enviados especiales. Ni Cristo.
Muchos profetas del día después han querido analizar las revueltas árabes, como en los viejos tiempos marxistas, a golpe de gráfica de los precios del pan y renta per cápita, pero se han olvidado de lo trascendental, igual que el tipo que llega a casa sin entender en qué momento ha traicionado sus sueños. Cualquiera que se haya dado una vuelta por El Cairo, por los talleres subterráneos del barrio islámico, por las callejuelas de cabras a las puertas del gran hotel Hilton, por las avenidas sin asfaltar y llenas de escombros que conducen a las pirámides más majestuosas del mundo, podría explicar lo ocurrido mucho mejor que un analista económico. Tampoco Facebook es la madre del cordero, aunque es verdad que el mundo árabe es muy joven. Una generación que ya nació con Internet.
¿Cuál es entonces la cuestión? ¿Recuerdan cómo empezó todo? Un joven tunecino de 26 tacos que vende fruta por las calles es interceptado por la policía, que le confisca el carrito. Hasta aquí todo normal. Nada que no hubiera pasado cientos de veces. Mordida. Soborno. Lo de siempre. Lo nuevo es que el chaval esta vez decidió quejarse a una funcionaria y ésta le escupió en la cara públicamente. Fue eso lo que el chico no pudo soportar. Un hombre aguanta y aguanta hasta que un día ya no aguanta más y se prende fuego. Y eso es precisamente lo que muchos reputados analistas no han tenido en consideración. Que además del IPC, la deuda externa y la balanza comercial, existe el orgullo. Algo que el pueblo árabe no tenía y ahora ha ganado por derecho de conquista. Está por ver cómo acabará todo. Pero si dentro de cien años alguien asomara la nariz a este incierto y anhelante siglo XXI, le sorprendería ver todavía a algunos políticos bajo el síndrome de Fabricio del Dongo, preguntándose si todo este jaleo será Waterloo o una simple escaramuza.
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