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Columna
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Observen la frivolidad con que se sacuden, en la escena pública, principios sagrados del bien común -respeto, reflexión, búsqueda de soluciones-, como si el politiqueo indujera a los próceres a menear nuestros derechos cual bata de cola, y a los medios a hacer de palmeros.

Esto no es una feria ni una romería. Esto es la gestión de un país y la gestión de una oposición a esa gestión. Con el ejemplo que dan los vociferantes -unos más que otros- y los calumniadores -sobre todo, unos-, y con nuestro encogimiento de hombros, vamos hacia una anarquía de derechas tan ignorante como culpable, caldo de cultivo para que llegue un demagogo con mano dura. Ah, si Fraga Iribarne estuviera en sus verdes años... No duden de que se le conduciría a hombros hasta La Moncloa. Por las redes sociales transcurren los verdaderos problemas, las preocupaciones que nos agobian. No tenemos soluciones. Ni de una forma ni de otra. Hacemos cosas insignificantes, que solo nos sirven a nosotros. Firmamos manifiestos, divulgamos injusticias. Y esperamos el regreso del sentido del bien común.

Pero lo que hay que hacer ya está inventado. Se llama democracia, y la tenemos, tan imperfecta como la de cualquier otro país democrático, aunque con una especial mala leche compartida. Se llama política, y eso es lo que hay que practicar. Se llama servicio público, derechos, deberes. Amar el país de todos.

En la antigua Mesopotamia, cuando los adivinos predecían una mala racha para el rey, buscaban a un delincuente en las prisiones y lo ponían en el trono, con objeto de que los hados se cebaran en él. Luego, el monarca verdadero volvía, y al pobre hombre lo ejecutaban.

Ahora el rey somos todos. Hay que pensar. Y que los delincuentes ocupen su lugar: la cárcel, sea la de barrotes o la de nuestra indiferencia.

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