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Columna
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Asuntos de familia

Desde que en los años 50 del siglo pasado intelectuales tan brillantes como Gary Becker iniciasen el análisis de la institución familiar aplicando los instrumentos analíticos de la ciencia económica, hemos ido conociendo mucho más sobre los diversos efectos de las políticas públicas en el comportamiento de las personas en el ámbito de la unidad familiar.

Al fin y al cabo esa construcción humana (y por tanto racional e imperfecta) que es el derecho no consiste más que en establecer reglas de todo tipo que suplen la incapacidad de las personas para llegar a acuerdos equitativos cuando entre ellas se produce algún conflicto, reglas que generan un marco de incentivos ante el que las personas ajustan racionalmente su comportamiento. Un comportamiento que, en el ámbito de las relaciones familiares, está muy condicionado por la presencia del altruismo (la "empatía" de Adam Smith), pero también por el esquema de costes relativos al que se enfrentan quienes forman parte de la unidad familiar (véase, al respecto, el famoso "teorema del niño malcriado" de Becker).

España es uno de los países en los que la familia es menos apoyada por el sector público

Pese a todos los cambios que se han ido produciendo en la concepción de la institución familiar, un concepto que hoy apenas se asemeja al "tradicional", el hecho es que, con independencia de su composición y estructura, la familia continúa siendo en nuestra sociedad el entorno en el que los seres humanos desarrollan sus propias cualidades intelectuales, físicas y afectivas; y en el que reciben su primera educación (o su dotación inicial de capital humano). Y la familia, cualquiera que sea su forma y composición, cumple además hoy otras funciones, alejadas de las que desempeñaba en las no tan antiguas sociedades agrarias que carecían de mecanismos de protección social efectiva en caso de adversidad, y en las que hijos e hijas cumplían la doble función de fuente de renta (mano de obra) y de aseguramiento (asistencia en caso de enfermedad o en la vejez).

Hoy la familia también es el marco en el que hombres y mujeres obtienen una de sus fuentes de satisfacción psicológica, junto o alternativamente a otras, como la proyección profesional; lo que provoca que, en general, se tienda a tener menos descendientes, o ninguno, y que cuando se tienen se inviertan más recursos en cada uno de ellos, pues resulta perfectamente racional sustituir calidad por cantidad cuando el bienestar futuro (y a largo plazo, dados los incrementos en la esperanza de vida) de la prole depende esencialmente de la cuantía de recursos de todo tipo que los padres y madres invierten en cada uno de sus descendientes.

Siendo así las cosas cabe preguntarse si, desde el punto de vista social, es conveniente apoyar (subvencionar) a las familias, o dedicar esos recursos a otras actividades que no condicionan decisiones de la vida íntima y personal, como lo es la de constituir una familia y, de haberlos, invertir recursos de todo tipo (no solo monetarios) en el cuidado y formación de hijos e hijas. De entrada, es constatable que en la inmensa mayoría de los países desarrollados proliferan las ayudas a las familias, tanto las generales (vía impuestos más bajos, transferencias directas) como específicas (acceso a la vivienda, becas de estudios, ayudas a las familias monoparentales, a las numerosas, etc.).

Es cierto que hay mucho margen para discutir la forma y los efectos de muchas de estas ayudas, que en algunos países han introducido incentivos perversos que han provocado fenómenos como la aparición de progenitores que han hecho de la reproducción su único "modus vivendi", a base de tener muchos hijos a los que luego apenas prestan atención (de donde se deduce, por ejemplo, la conveniencia de condicionar el cobro de las subvenciones a la efectiva escolarización de los hijos).

Es cierto también que se puede debatir sobre si es más eficiente ayudar directamente a las mujeres que a las familias, porque en determinados entornos sociales las ayudas monetarias directas son apropiadas por los hombres y destinadas a fines ajenos al bienestar familiar que las justifican. Pero también es cierto que España es uno de los países en los que la familia es menos apoyada por el sector público; y que de ello puede beneficiarse toda la sociedad, no sólo en téminos de una mayor equidad redistributiva del sistema y por los motivos antes mencionados; sino también porque garantiza más oportunidades de desarrollo económico; e incluso porque hace viable los sistemas de seguridad social que, como el nuestro, se basan en transferencias intergeneracionales y no en la capitalización personal.

Hay numerosos motivos para apoyar a la familia desde el sector público; y por tanto para aprobar leyes que aborden ese apoyo de una forma integral. Discutamos pues, racionalmente, sus contenidos específicos, porque una ley de apoyo a las familias es una buena idea.

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