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Reportaje:

Silencio, se cuenta

Manel acunó al público de Reus en el arranque de su gira

Pasaban seis minutos de las 21 horas cuando pisaban escenario. Lo hicieron con parsimonia, sin apremio, como si ayer mismo lo hubiesen abandonado por última vez y desde entonces nada sustancial hubiese pasado. Era en Reus, en el teatro Bartrina, hermoso lugar que, cosas bellas y quizás no casuales de la vida, nació hace 150 años como centro de lectura, albergando hoy su ateneo unos 250.000 volúmenes llenos de historias. Alguna de ellas, seguro, parecida a las que durante hora y media contarían y cantarían Manel ante un público al que poco le faltó para poner cara de niño extasiado propia de cuando alguien cercano le acaricia la imaginación con un hermoso cuento. Fue así de sencillo, fue así de normal, fue así de extraordinario.

Si no fuese porque Guillem Gisbert agradeció la paciencia de la asistencia por aguantar el tiempo que ellos dedicaron a ajustarse los instrumentos, la primera palabra que hubiese pronunciado , habría sido "callad", primera palabra de la letra de Miquel i l'Olga tornen, primera pieza del concierto. Será casualidad, pero pareció que era un deseo que se expresaba desde el interior de una banda ensordecida por el ruido que se hace en torno a ella, sorprendida por una algarabía del calibre 96. Las frases iban brotando nítidas y el público, entusiasmado, aprovechaba cualquier resquicio para colocar sus palmas de júbilo. Bajo esta presión sonaron El gran salt y Boomerang, cuya letra inspira cualquier cosa menos júbilo. Pero ya se sabe lo que ocurre cuando llega algo largamente esperado. Al campo no le van las puertas.

Pero a Manel sí les va imponer poco a poco, con la misma parsimonia con la que salieron a escena, el ritmo de sus actuaciones. No es una imposición perceptible, es algo mucho más sutil, algo derivado de la propia alma de sus canciones, historias que para ser escuchadas y disfrutadas parecen pedir, quedamente, silencio. Fue así como la algarabía dejó paso a un silencio que solo se rompía cuando se perdía el eco de la última palabra de cada canción. Ocurrió con La bola de cristall, quinta pieza del concierto y una de las gemas, ocultas o quizás no tanto, de su último trabajo, del que interpretarían su columna vertebral.

Y no, dígase ya que quienes vayan este año a ver a Manel en cualquiera de sus conciertos, no encontrará nada sustancialmente distinto a lo visto en la temporada anterior. Verá un grupo cada día más eficiente defendiendo tímidas canciones de fiesta y tristeza, de magia y evocación sentimentales, de esperanza y frustración tocadas todas ellas por un imperceptible halo de tristeza, melancolía o, puede, fatalidad. Pero este guión, intocable pues parece el corazón mismo de la banda, se ha enriquecido con las estupendas canciones de su segundo trabajo, composiciones más narradas e historiadas, más esquivas en sus evadidos estribillos, más propias para sugerir una escucha recogida. Porque ¿quién quiere gritar, dar palmas o reír con canciones como La cançó del soldadet? El concierto desembocó, ahora sí, en la alegría inevitable de Al mar. El público, llenando el recinto, ya estaba nadando en el mar que Manel les había propuesto sin decir nada más, y nada menos, que sus historias.

La pérdida de protagonismo del ukelele apenas se notó, como tampoco se echaron en falta los arreglos de alguna de canciones de su segundo disco, más elaborado en cuanto a arreglos. Echando mano de guitarra, bajo, batería, voces (cada día mejor engarzadas) y un eventual clarinete, el grupo presentó sin menoscabo musical alguno las nuevas canciones, que entroncan de forma natural con sus hermanas mayores. Fue, de verdad, dulce. Y, aunque parezca un contrasentido, muy urbano.

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