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LAS MOSCAS

Balcones en primavera

Dicen que esta primavera se parecerá algo a las de antaño: no llegará de repente y, además, dicen que será duradera. En los últimos años la primavera se manifestaba como una súbita y violenta irrupción que, pasajera, mermaba la duración temporal que le es propia para quedar reducida a un breve preámbulo del verano. Parecía que la primavera iba dejando poco a poco de existir como estación para a ser, simplemente, un estallido de floración repentino y fugaz, un desconcertante y perturbador cambio de decorado, de temperatura, de luz y color más representativo de los primeros días estivales que de la estación que, desde siempre los precedía. No obstante, parece ser que este año será como las de antes, duradera, y dejará que el tiempo la transcurra lenta, pausadamente. Volverá a ser lo que, por naturaleza, ha sido siempre en nuestros climas: una pausa, un alto en el sucederse temporal del año para, atrás los claustros invernales, darnos un tiempo razonable de habituación para que la conmoción de un cambio de vida -absolutamente exterior a partir de ahora- resulte menos violento y brutal.

Sin embargo, aunque la primavera pueda, por un año, parecerse en algo a las de antes, las ciudades no son ya las mismas. Y una de las primaveras ya imposibles en las urbes actuales es aquella que se descubría un día, de repente, desde el balcón. Porque entonces había balcones, los balcones existían, tenían vida. Quiero decir que se utilizaban como una estancia más de la casa; una estancia frecuentada por extraños habitantes. Y digo "extraños" habitantes porque eran, sobre todo, los niños quienes habitábamos allí. Los moradores adultos de las casas podían salir, como de hecho hacían, eventualmente al balcón, a recibir el agradable impacto de la brisa que, se sabía, refrescaba a determinadas horas de las tardes preveraniegas, a dejar vagar la mirada por viandantes, automóviles o tranvías que componían la vida de la calle. Pero quienes pasaban largas horas en los balcones era, repito, los niños. Para ellos, el invierno terminaba cuando la vida doméstica emitía determinadas señales como la retirada de alfombras y cortinas, y, sobre todo, cuando se abrían los balcones y salir a jugar o a aislarse no significaba señal de rebeldía ni temeridad frente al frío.

Ignoro en qué rincón, en qué lugar de la casa, en qué espacio incontaminado de presencias adultas y familiares, se aíslan los niños de hoy en día. Ignoro, incluso, si se aíslan. Es más, ignoro si necesitan de esta práctica edénica, y si se les permite satisfacerla, condenados a las cuatro horas de televisión y a esa perniciosa superstición consistente en evitar que los niños se aburran. Qué dañina plaga la aversión al aburrimiento; qué cara se está pagando la guerra declarada al aburrimiento; qué estúpida y falsa necesidad la ideada para mantener las mentes ocupadas en cualquier cosa, por vacua que sea, con tal de rehuir el bendito peligro de dejarse arrastrar por los propios mecanismos del pensamiento libre, sin control. El aburrimiento es un lujo, un privilegio del alma que nos anega por entero para, una vez absolutamente limpios, dar paso a que inteligencia e imaginación pongan en marcha sus propios mecanismos de reactivación. El aburrimiento es un don, un estado casi beatífico que solo se alcanza en soledad, en completo aislamiento, y que no cabe confundir con ese sentimiento de fastidio insoportable que nos arrebata cuando nos lamentamos del aburrimiento en compañía. Ese, el aburrimiento que nos produce una compañía indeseada e invasora, sí es un aburrimiento infernal, ya que nos impide refugiarnos en el aburrimiento disfrutado a solas, aislados. Ese aburrimiento que precede a la ensoñación, a la fantasía, a las ideas, a la invención y, en definitiva, a la creación. No he conocido a nadie, verdaderamente inteligente que se quejara del aburrimiento vivido a solas. Sí a muchas personas, incluso tenidas por brillantes, reinas en el arte de producir aburrimiento quejándose de lo mucho que se aburren a solas.

Para los niños de entonces, el aislamiento constituía una irremediable necesidad. En aquellos aislamientos, hurtados a la convivencia familiar, se crecía. Solo, o casi solo, se crecía durante estos retiros sigilosos. Y el balcón reaparece en la memoria como uno de los marcos más adecuados a estos aislamientos que, al cabo de los años, se presentan como instantes vividos con una intensidad tal que los hizo prácticamente irrepetibles.

El tiempo era otro en el balcón, se dilataba. Entonces, los minutos, las horas eran largas, indolentes, y el paisaje mental -¡ay, ya irreproducible en el recuerdo!- se veía solo alterado por las manchas verdes de los árboles, abajo, en la calle, y por aquellos ruidos apenas existentes ya. Los ruidos que anunciaban el verano, voces que llegaban aisladas, como de muy lejos, como ejercicios musicales que se repetían para un inminente examen de ingreso. En el balcón, los niños de entonces aprendían a contar. Se contaban los automóviles que circulaban escasos y espaciados. También se aprendía la práctica del pensamiento mágico: por cada tranvía, dos o tres o cinco autos, o dos o cuatro coches de alquiler; por cada tres taxis, llamada materna para reintegrarse a la vida del hogar...

Y desde el balcón, entonces, cuando se salía a contemplar la calle, los árboles tímidamente reverdecidos, las fachadas vecinas, el ir y venir de los transeúntes, cuando se salía a contemplar el paisaje urbano, se veía, se sentía llegar la primavera. Porque entonces, hace más de medio siglo, la primavera no irrumpía de repente, no estallaba. Aparecía al final de la calle, donde la mirada se perdía en una conjunción de verdes y grises límpidos, asfálticos, y ascendía por los bulevares con un latir de brillos lentos, indolentes. Y tardaba varias tardes en llegar, o así lo parecía en aquel tiempo, entonces, cuando todo lo esencial se manifestaba sin apresuramientos, para ser visto y sentido, o vivido o pensado, y había balcones en las casas y valía la pena abrirlos y salir al exterior, en lugar de cerrarlos como ahora hacemos en un frenético intento de defendernos del estruendoso exterior.

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