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Columna
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Bocazas y cantamañanas

Si los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo, como afirma una maldición convertida en axioma, oscuro como el reinado de Witiza se presenta el panorama de nuestra memoria histórica, emborronada por ríos de negras tintas cuyas sombras se proyectan desde los manuales de Historia que hasta hace unos años celebraban la abjuración del arrianismo de Recaredo como preclara cuna de la inmemorial y memorable catolicidad de España, así lo proclamaba en las cortes franquistas, con motivo del primer esbozo de una, más que tibia y turbia, ley de libertad religiosa, el diputado Blas Piñar, representante del ala derecha de una ultraderecha española que hoy ha desbordado, por la derecha por supuesto, los planteamientos de sus predecesores.

Siete años no han bastado para disipar las teorías conspiratorias sobre la autoría del 11-M

La Historia de España que algunos estudiamos recreaba un pretérito perfecto a la medida de un presente impresentable que se proyectaba hacia un futuro imposible a través de mitos y de héroes irascibles y belicosos, caudillos como Viriato, pastor lusitano, Guzmán, el parricida bueno o el Cid Campeador, mercenario de lujo, hitos que prefiguraban el superlativo caudillaje del excelentísimo dictador.

Una de las tareas más urgentes de la Transición democrática española fue reescribir, rememorar la historia común despojándola de tópicos utópicos y de improbables gestas, coyuntura aprovechada en algunas autonomías para reinventar y reciclar sus propios mitos fundacionales en pro de una identidad nacional. Hoy la historia de España se ve y se lee de diferentes formas según el idioma y la geografía, en catalán o en euskera, en Andalucía o en Canarias. Caben la discusión y la polémica en el análisis, casi nunca desinteresado, del pasado remoto, lo peligroso es que la controversia se produzca sobre el pasado más inmediato.

La Comunidad de Madrid subvenciona, por ejemplo, a una asociación de víctimas del terrorismo que, siete años después del 11-M, contradice, sin más sustento que el de su propia paranoia, la versión de la justicia y sigue buscando la sombra de ETA en la autoría del siniestro atentado. Los conspiranoicos, como los calificaba en este periódico el lunes pasado, José Yoldi, cuentan como último recurso con la aquiescencia de una juez, Coro Cillán, que confunde el Titadyn con el Betadine, un explosivo con un antiséptico, como el ácido bórico de aquellos polvos mágicos que según los conspiranoicos tendrían que haber demostrado la conexión etarra con el hecho infame.

Siete años no han bastado para disipar los efectos de la onda expansiva de las teorías conspiratorias y el enfrentamiento entre las principales asociaciones de víctimas. La que preside Pilar Manjón, y que asume las conclusiones de la justicia sobre la autoría yihadista, sigue estando mal vista en la Comunidad y el Ayuntamiento. Si en algo están de acuerdo Esperanza Aguirre y su viejo enemigo y correligionario, el vicealcalde de Madrid Manuel Cobo es en la desconsideración y el ninguneo hacia la asociación de víctimas del 11-M, desconsideración y ninguneo que alcanzaron el paroxismo cuando el número dos de Gallardón realizó un comentario vejatorio y desquiciado en el que salían a colación las víctimas del atentado y las prostitutas de la madrileña calle de la Montera, víctimas también pero en otro contexto y, por supuesto, sin derecho a monumento conmemorativo alguno, entre otras razones porque siguen estando allí, atrapadas en el entorno de la Red de San Luis ejerciendo su denigrado y denigrante oficio.

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Con su exabrupto, Manuel Cobo, ha entrado de pleno derecho en la creciente cofradía de bocazas irredentos y canta-mañanas de nómina que nutren las filas del PP madrileño y que fluctúan entre la desmemoria y la calumnia. Aunque los populares no detentan la exclusiva en este campo abonado de estiércol e inmundicia, sería injusto no otorgarles un lugar prominente en esta antología del disparate y el despropósito.

El último en ingresar en la ABYC (Asociación de Bocazas y Cantamañanas) ha sido el consejero de Transportes de la Comunidad de Madrid, José Ignacio Echeverría. Aunque su metedura de pata, negando públicamente la existencia del Metrobús, del que se venden 23 millones de billetes al año, no tiene la trascendencia de la del vicealcalde hay que reconocer su estupidez emblemática, un preocupante nivel de desmemoria que alcanza al presente. "A nivel personal se me ha hecho mucho daño", se quejó el consejero de Transportes, transportado a un tiempo y a un territorio en el que el transporte público o no existe o es una antigualla: "Lo del Metrobús suena antiguo", declaró Echevarría a la Cope para justificarse. Hágaselo mirar, podría ser un principio de alzhéimer.

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