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Columna
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Una limosnita, por favor...

No todos acabaremos pidiendo limosna en una esquina, al menos en una buena esquina, frecuentada por almas generosas. La verdad es que el ser humano está fabricado para resistir todo, incluso la felicidad. Aguanta los malos tiempos, si no con buena cara, poniéndose al pairo y flotar confiado en los vientos sobre los que no tenemos imperio alguno. Digo que no todos porque está demostrado que cuando los países caen en situaciones extremas siempre hay una minoría que saca tajada y de las graves crisis proceden grandes fortunas.

Vayamos a lo anecdótico, que es lo importante en espacio, un punto frívolo, como es la columna del periódico. Como en todos los estamentos humanos, también el de los pobres ha variado y hablo no de los necesitados y afligidos por el paro, los que han cobrado el último subsidio, sino de quienes forman parte de la población flotante de las grandes ciudades. En el Madrid de hace casi un siglo, cada capa social tenía su territorio y el de los desafortunados solía estar en la puerta de las iglesias donde, especialmente los domingos a las once y al mediodía, se reunían personas que tenían la caridad como una de sus obligaciones, no siempre atendida.

En el Madrid de hace un siglo, cada capa social tenía su territorio y los desafortunados solían estar en las iglesias

Hoy el mero vocablo "caridad" está devaluado y sustituido por una retahíla de derechos teóricos, cuyo fin es el de matar el hambre y proteger del frío. La llegada a nuestros lares de seres más necesitados que nosotros mismos, ha alterado las costumbres y, tras la pasajera temporada de las vacas gordas que disfrutamos, habían desaparecido los limpiadores de parabrisas en los semáforos. Han vuelto, mejorada la actitud ante el automovilista; se acercan con la esponja, suscrita con una sonrisa y no ponen mala cara si hacemos el gesto de sobrevivir con los cristales sucios. Se nota menos la presencia de niños en el menester semafórico, quizás cumplan con el derecho a la escolarización, quedaron en el lugar de origen o, simplemente, no han nacido.

La moda de llevar al bebé narcotizado, para no incomodar a la madre y disgustar al viandante, parece haber pasado. Hubo, antes de los años del bienestar, la tendencia a utilizar a los menores como estímulo para la generosidad e incluso se detectó la original amenaza de mantener a la criatura desvelada y aulladora, con la decisión, ante el viandante solitario, de endosárselo: "O me da una pasta o le dejo 'esto', que era el bulto enrollado en una toquilla. Es conocido el acuciante deseo que tienen muchas parejas por prohijar o adoptar bebés inéditos, pero asustaba la ausencia de trámites y la posibilidad de cargar con un ser de probada capacidad pulmonar.

Ha descendido el número de pateras y de inmigrantes que han de aplazar el propósito de mejorar sus vidas en un país que tiene a demasiada gente en el paro. Los que se marcharon han ido encontrando acomodo en una sociedad receptiva, proclive a admitir, por las buenas, el reparto de la miseria, pero, sin datos estadísticos ni sociológicos -o sea, falsos- tengo la impresión de que los menesterosos foráneos han regresado, lo que no es una buena noticia, ni para ellos ni para nosotros. El carácter de esta croniquilla suele derivar hacia la anécdota y brindo una al menos insólita. El protagonista y falso pordiosero, será recordado por pocos, pues se trata de un personaje, famoso en aquel Madrid y hoy olvidado, un escritor peruano, de excelente pluma, que gustaba de ciertas extravagancias inocentes. Destacaba, aparte de su estatura, más que mediana, la capa española que llevaba en invierno, el lazo de pajarita al cuello y un amplio chambergo de frondosas alas. Se llamaba Felipe Sassone, estuvo casado con una gran actriz, María Palou, y disfrutó de buena situación económica. Pero era gustoso de gastar bromas y una de ellas era ocupar un espacio en el corto pasillo que, en tiempos, unía el hall del hotel Palace con el bar, muy frecuentado por la crema social madrileña. Se sentaba en el suelo, recogiendo las piernas y con el sombrero a su lado, dando la impresión, desconcertante, del mendigo en las dependencias de uno de los mejores hoteles de la ciudad. Los clientes ocasionales, tras el natural gesto de sorpresa, solían dejar alguna moneda en el solícito cubrecabezas. Al cabo de un rato, se cansaba de hacer el indio, recuperaba la posición vertical y tomaba asiento en el lugar habitual del refinado recinto.

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