Aquella juventud rebelde
Hace ya bastantes años, a caballo entre los "felices sesenta" y los "turbulentos setenta" del siglo pasado, floreció en lo que llamamos mundo occidental una juventud inconformista dispuesta a cambiar el mundo. En su ingenuidad rousseauniana creía que el consumo de drogas liberaba el espíritu y que propiedad, trabajo y disciplina, convenciones burguesas que era preciso desterrar. Aquellos jóvenes sentíamos admiración por Jim Morrison, envidiábamos a John Lennon y cantábamos "¡A desalambrar, a desalambrar! que la tierra es nuestra, es tuya y de aquel" de Víctor Jara. Los tres ídolos padecieron un trágico final, pero aquella juventud protagonista del 68 ("la imaginación al poder") y de las revueltas contra la guerra del Vietnam ("abajo el imperialismo") accedió al poder y es la que nos gobierna desde finales del siglo XX.
Quizás los jóvenes de hoy, menos airados y rebeldes, manden mañana con mesura y consideración
No se puede decir que no hayan tenido tiempo de poner en práctica sus ideales. Pero la condición humana es la que es, y una cosa es predicar y otra dar trigo; sin olvidar que el egoísmo va impreso en nuestro ADN a fin de permitirnos sobrevivir. Por eso no debe extrañar que aquellos jóvenes desencantados y rebeldes, al conquistar el gobierno, no hayan puesto reparos a la ostentación y prepotencia con las que, normalmente, se ejerce la autoridad, e incluso traten de perpetuarse en el poder, a pesar del sacrificio y renuncia que, según ellos, acarrea. Es, dicen, "la erótica del poder". Hijos de la mesocracia, cursaron estudios para trepar en la escala social y así arrinconar linajes y ascendencias hasta entonces dominantes. Utilizaron la universidad no como ágora del saber, sino como plataforma de promoción, formando una nueva casta endogámica, que, parapetada tras conceptos respetables como cultura o función pública, se adueñó de los medios de comunicación y los resortes del poder.
Desde sus títulos y plazas en propiedad, conforman y dirigen la opinión pública y regulan y controlan la organización social,siempre en beneficio de sus intereses corporativos. Nadie puede acceder a codiciados puestos administrativos u oficios sin la necesaria acreditación burocrática o universitaria. No se juzga la idoneidad o la competencia, sino el haber superado las trabas administrativas o memorísticas que avalen su disposición. Trocaron oficios por diplomas, reservándose las mejores ocupaciones. Es así como, por ejemplo, para expender medicamentos debidamente envasados exigen titulación universitaria, mientras que para servir comidas, que pueden envenenar o intoxicar a cientos de personas, llega con no ser manco. Y el comercio o los servicios mercantiles han de estar prestos y diligentes para atender a su clientela en horario partido, e incluso, en ocasiones, desmedido; mientras que la clientela de la administración pública, es decir, toda la ciudadanía, solo puede ser atendida por las mañanas, y la diligencia y el respeto debe aportarlos el parroquiano.
Así han transcurrido los últimos 30 o 40 años. La creatividad, la aventura, la empresa individual o colectiva, que aquella juventud reivindicaba, fue sustituida por el confortable acomodo estatal o público, desde donde exigían (y exigen) respeto y dignidad. Sin reparar en que tales preciados atributos son privilegio de contadas personalidades que no necesitan un cargo público para merecer la consideración de sus semejantes. Pero, dado que la bonanza económica enchía las arcas públicas, la subversión del lenguaje, que ejercen con maestría por sus estudios, hizo que denominasen "sueldo digno" a lo que simplemente era más dinero y "servidor público" al gobernante que, endiosado en sus privilegios e inmunidades, legisló y reguló hasta el denuedo.
Fomentaron la reivindicación de derechos, pero no el ejercicio de deberes y promovieron una sociedad endeudada, acomodaticia y leguleya dependiente de la subvención clientelar. Nada se escapaba a su afán fiscalizador y confiscatorio: inventaron impuestos, crearon organismos y empresas públicas ineficaces; llenaron los despachos de secretarios, administrativos y asesores; los garajes, de coches oficiales y, para adornar su gestión, las villas y ciudades, de casas de cultura, museos y centros de interpretación. Todo, naturalmente, pagado con un dinero público que no había.
Ahora, que estamos al borde la bancarrota, se dan cuenta de que para que haya un Estado fuerte y creíble debe haber una Hacienda saneada, y para que haya una Hacienda saneada es necesario que haya contribuyentes que puedan pagar sus impuestos, es decir, que fluya la economía productiva y competitiva tan denostada.
Los que no vivimos del erario público hemos tenido que soportar inspecciones y legislaciones abusivas y tenemos empresas o comercios en situación ilegal por la imposibilidad de cumplir con toda la legislación vigente, (los organismos públicos están en la misma situación, salvo que ellos no sufren inspecciones).
Por eso, el Estado debería disponerse a desmontar estructuras, aligerar personal, facilitar la iniciativa privada y desregular normativas. Es decir, una nueva desamortización. Quizás esta juventud, menos airada y rebelde que la de mi generación, gobierne con más mesura y consideración. Y evitando la ostentación y el despilfarro, impulsando la economía productiva y, siguiendo el ejemplo de Lucio Quincio Cincinato, considere el ejercicio del poder no como un timbre de vanagloria, sino como sacrificio temporal al servicio de los demás.
Segismundo García es empresario
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