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Reportaje:24 HORAS EN... CIUDAD DEL CABO

Entre conejo y marmota

Los 'dassies', los curiosos animalitos mascotas de la ciudad sudafricana, siempre sonríen. Sorprenden en el parque nacional de Table Mountain. Y de la montaña a las fabulosas playas y la cocina de fusión

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Un día en Ciudad del Cabo cunde más si se tienen dos raros talentos: el don del madrugón y el tino para conducir por la izquierda. Más que grande, la ciudad es extensa, con montañas enteras separando barrios. Sin coche se complica el paseo. Y la herencia británica de los capetonios aflora en su código de circulación y en sus horarios. Da igual que sea ahora su verano, de días largos y noches mediterráneas: en Sudáfrica pesa la tradición agrícola y puritana. Se levantan (y casi se acuestan) con el sol, y mejor aclimatarse cuanto antes.

8.00 Ballena y montañas

Así que se puede empezar en el barrio favorito de la bohemia burguesa, Tamboerskloof , con un desayuno rotundo y tempranero. A partir de las ocho, con un sol ya de justicia, se animan Manna, Melissa's y otros delis abiertos en bonitas casas victorianas. Está al pie de la imponente Table Mountain, varada en plena ciudad como una versión gigante de esas ballenas que, si hay suerte y es la época, se ven luego desde la playa. El nombre es tan expeditivo y literal como los vecinos que la bautizaron: realmente parece una mesa colosal. A veces la viste el mantel de una cascada de nubes que oculta la cima.

09.00 Los damanes del Cabo

Queda cerca la estación, desde la que a las ocho y media sube hasta la cumbre el primer teleférico del día, sin colas infinitas a esa hora. Aunque uno no sea muy de teleféricos y funiculares, merece la pena el viaje y las vistas. Al sur quedan los picachos del cabo de Buena Esperanza; a los pies, el mapa diminuto de la ciudad: los suburbios pobrísimos de Khayelitsa, la curva perfecta de False Bay , la cima afilada de la montaña gemela, Lion's Head, los rascacielos y barrios jardín del City Bowl: una rápida lección de geografía y un recordatorio de que quedan por mover muchas montañas físicas (y sociales) que aún separan a pobres y ricos, negros y blancos. Paseando por el parque, aparecen los dassies (damanes): un animalillo manso, mitad conejo, mitad marmota, que, sin embargo, resulta ser el pariente más cercano del elefante. Parecen memoriosos y tenaces. Lo observan todo con una sonrisa de sabiduría. Son las mascotas y uno de los momentos cumbre del viaje.

11.00 Baño con las focas

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De las cumbres, sin transición, a las espectaculares playas urbanas. Una carretera digna de un remake de Atrapa a un ladrón lleva a los barrios costeros. A unos cinco kilómetros, el pueblo de Llandudno rodea una cala espectacular de peñascos casi brasileños. Tras un paseo corto, la playa inalterada de Sandy Bay se comparte solo con focas: cuesta creer que cuatro millones de personas tengan su casa a 10 kilómetros. Más cerca y al pie de los espectaculares Doce Apóstoles, las casas caras y las piscinas infinitas de Camps Bay se asoman a la playa y al vaivén ostentoso de su paseo marítimo: restaurantes, tiendas y cochazos. Las calas del vecino Clifton, en cambio, son más discretas. Cada una tiene su sociología secreta: una para familias, otra para la juventud dorada de la ciudad. Casi hay que doctorarse en antropología antes de decidir en cuál instalarse y con qué indumentaria. Las playas son bonitas, pero el agua gélida incluso para criterios cantábricos. Hay mansiones lujosas, pero ni un solo bar. Y es que los capetonios practican mucho la costumbre de las pool parties privadas.

13.00 Edificios ergonómicos

Más alegría y democracia playera se encontrarán de vuelta a la ciudad, en el bonito barrio de Sea Point. Sobre los rompientes se construyeron en 1930 las piscinas del Sea Point Pavilion. Una joya art déco integrada en el paisaje: están al aire libre y se llenan con agua de mar templada al sol. La mezcla de edades, colores de piel y trajes de baño refresca tanto como el salto desde sus trampolines olímpicos. Los arrecifes y sus bosques de kelp quedan al alcance de la mano. Justo enfrente se puede comer en la terraza de La Perla, una institución en el barrio. O mejor, probar las samosas y los currys excelentes de los chiringuitos a la orilla del mar. La cocina Cape Malay funde recetas africanas y malayas e indias y es quizá la mejor de la ciudad.

Aquí arranca la bellísima Sea Promenade; entre el mar y las praderas por las que toda la ciudad corre, juega al críquet y pasea por las tardes. Su frente es un manual kilométrico de art déco playero que no tiene nada que envidiar a Miami o Copacabana. Edificios de los treinta o los cincuenta aerodinámicos, supersónicos, ergonómicos: está claro que la potente comunidad judía que se instaló por aquí se trajo consigo de la vieja Europa su aire ultracivilizado.

16.00 El té de las cinco

Antes de las cinco, los capetonios se acercan al centro para tomar el afternoon tea del mítico hotel Mount Nelson (www.mountnelson.co.za; 76, Orange Street). Es el guardián de las esencias británicas y una obligación para cualquier anglófilo convencido. Scones, sándwiches de pepino, limonada, butacas Chéster y viejas caricaturas del Punch en las paredes de un hotel con más de un siglo de solera. Los jardines impolutos empalman con el parque de la Compañía, que perteneció a la todopoderosa Compañía de Indias holandesa y ahora es el centro cívico de la ciudad: lo rodean biblioteca, Parlamento, museos y casas coloniales holandesas de una ciudad que ya contaba mucho en el siglo XVII.

18.00 Una flor fluorescente

Al otro lado de Table Mountain protegidos del mar y el viento por la montaña y por bosques frondosos de pinos y robles, están los suburbios históricos de Rondebosch, Claremont o Constantia. El jardín botánico de Kirstenbosch luce vistas espectaculares, alcanforeros de 300 años y una colección de proteas, la alarmante flor nacional: una especie de alcachofa arborescente y fluorescente. Los jardines Arderne se parecen a los parques que dibujan los niños, y la reunión improbable de palmeras, granados, hayas, ficus y alcornoques se aprovecha del microclima perfecto de esta zona. Cerca quedan las majestuosas haciendas holandesas de Groote Schuur o Steenberg, con sus mansiones patricias del XVIII, sus viñedos y rosaledas impecables, sus soñolientas avenidas de robles.

20.00 La hamburguesa de moda

Para acabar el día, los modernos pueden callejear por Gardens, husmear por las tiendas y las terrazas de Kloof Street, la calle de moda, y cenar informalmente en Hudson's (69 Kloof Street), el burger joint del momento. Los más leídos buscarán libros en The Book Lounge . Los infatigables pueden subir al Memorial de Cecil Rhodes, dudoso padre colonial de la patria que tiene aquí un monumento estrafalario, pero con vistas. Y los emparejados pueden dar un paseo por la falda del Lion's Head para ver el último rayo verde iluminando el cabo de Buena Esperanza . Hasta el menos romántico se sentirá inspirado.

» Javier Montes es autor de la novela Segunda parte, publicada por Pre-Textos.

Surfistas en la playa del cabo de Buena Esperanza
Surfistas en la playa del cabo de Buena EsperanzaFELBERT EICKENBERG / AGE

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