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Columna
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Lo que pensó un inglés de Jesús de Medinaceli

El viernes pasado los mendigos se arracimaban a las puertas de la basílica de Jesús de Medinaceli y por una entraban y por otra salían los devotos que hacían colas para besar el pie de la imagen. Pero no eran tan pordioseros como los viera en 1936 la marquesa de Cornellá, quien al citar para un encuentro secreto en aquella iglesia madrileña a un inglés experto en arte, Anthony Whitelands, a la petición de este de que le diera tiempo para arreglarse, que parecía un pordiosero, le respondió que mejor, que así pasaría más desapercibido. Lo cuenta Eduardo Mendoza en su Riña de gatos. Madrid 1936 (Planeta). Y el episodio volvió a mi recuerdo al contemplar aquella larga cola de devotos que a un descuido llegaba al punto mismo en que parten ahora desde Atocha los trenes de alta velocidad.

Ya casi nadie sabe lo que es un exvoto, aunque susurren deprecaciones a la imagen y besen sus pies

"En el doliente tropel se mezclaban todas las edades y todas las clases sociales", narra Mendoza, y en el doliente tropel de 2011 ocurría lo mismo. Pero los plañidos y súplicas de los mendigos que formaban entonces un afligido coro no se oyen en nuestros días, ni el aire se carga del sudor de antaño, como añade Mendoza, por los cambios de hábitos en la higiene; tampoco la cera derretida y el incienso vibran ya con el rumor de las plegarias: ha bajado el consumo de incienso y las lamparillas eléctricas se encienden a la caída del euro en la hucha. Y, por supuesto, ya casi nadie sabe lo que es un exvoto, aunque susurren deprecaciones a la imagen besándole como siempre sus pies. El extranjero de Mendoza, que acudió a la cita convenida, sintió allí el suave roce de la mano enguantada de Paquita, la condesa enamorada de José Antonio Primo de Rivera, pero la aristocracia que va ahora a Medinaceli a rezar ni se enguanta ya la mano ni cubre con espeso velo de encaje su rostro ni lleva en sus manos rosarios de azabache por más que los rosarios no les falten. A Jesús de Medinaceli, a quien dio apellido el aristócrata que era su dueño, una imagen que anduvo de aquí para allá, sometida a un sinnúmero de revueltas, no le ha faltado nunca la devoción de los nobles que, aunque entren por puerta distinta, comparten la misma pasión con el poblacho. Tampoco la devoción de la casa real que envía a rezar cada año a algunos de sus miembros. Y cuando la monarquía estuvo ausente tampoco le faltó la devoción de la esposa del dictador, que no solo acudía con su limpia conciencia a la cita del primer viernes de marzo sino que era la protagonista destacada de la celebración.

Así que al situarme el viernes ante la fachada de la hoy basílica, tan "ostentosa y sin armonía" como en el 36, recién levantada entonces porque en 1930 fue erigida, y volver al episodio de Mendoza en su novela, hice un repaso somero al Madrid que describe y, si bien en Riña de gatos no es Madrid la protagonista que Barcelona es en La ciudad de los prodigios (Mendoza no ha intentado su novela de Madrid, como se ha insinuado), no cabe duda de que en los paisajes interiores y exteriores, en la atmósfera, las costumbres, las comidas y hasta en el habla, el novelista acierta a retratar un Madrid que, aunque ha sido muy tratado literariamente, incluso con excelencia, constituye en este caso un retrato muy atinado de la villa de la época. No es este, claro está, uno de los méritos más singulares de un relato que trata a unos personajes de la historia de España con tan original punto de vista, y que con la misma originalidad y eficacia relee nuestro pasado, pero esta novela no sería tan estimable como es sin el empeño que ha puesto el autor en que, además de su inquietante trama y su lenguaje, su escenario y su atmósfera la hagan tan atractiva.

Me vino, pues, el inglés de la novela al recuerdo, y lo vi contemplando, como me lo mostró Mendoza, a un Jesús de Medinaceli que no le gustaba un pelo; ni por su actitud ni por su suntuoso ropaje ni por su cabellera de pelo natural. Pero me sentí incapaz de contárselo a cualquiera de aquellos devotos. Y de haberles contado algo, esto sería lo menos gravoso; lo peor es que lleguen a saber que Anthony Whitelands, el experto en arte que sabía muy bien de la talla y sus méritos como conocedor del arte español de esa época, pensaba que todo eso que repudiaba en la imagen le confería al Cristo "aires de tenorio y embaucador"; que pensaba que lo que de aquella figura "infundía confianza al vulgo era la dignidad encarnada en un chulo barriobajero". No me atreví a aconsejar a tan fieles devotos la lectura de Riña de gatos.

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