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Columna
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Naranjas que hacen llorar

La capacidad de la derecha valenciana -muy especialmente la de la ciudad de Valencia y la de su zona de influencia- para rapiñar con sentido exclusivo y excluyente cualquier símbolo que considere atributo de la "valencianía" es inagotable. Tanto da que sea la senyera, el Himno o la mismísima denominación de Comunidad Valenciana. Todo lo que se ofrenda en el altar del patrioterismo es patrimonio de los conservadores. Y algo de razón llevan, no en vano impusieron sus símbolos a todos los valencianos durante la transición, aunque para ello tuvieran que recurrir en alguna ocasión a la dialéctica de los bastonazos, sin excluir ataques terroristas a intelectuales como Joan Fuster o Manuel Sanchis Guarner. El parto de la autonomía no estuvo exento de dolor. La izquierda perdió la batalla de los símbolos, pero acabó por asumirlos y hacerlos suyos con mayor o menor entusiasmo; pero ni tan siquiera esa aceptación ha sido bien vista por una derecha que, a la menor ocasión, esgrime el espantajo del catalanismo para recordar a quienes no piensan igual que el monopolio de la defensa de los intereses de los valencianos es exclusivo de los conservadores.

Esa convicción es la que está detrás de las palabras hiperbólicas de ese nacionalista español travestido de valencianista que es Francisco Camps, presidente de la Generalitat, cuando dice que Zapatero nos ha quitado todo a los valencianos "menos la dignidad y las ganas de trabajar" o cuando ataca las vallas preelectorales del secretario general de los socialistas porque utiliza la imagen de unas naranjas podridas como elemental metáfora de la corrupción. Camps consideró casi un sacrilegio el uso del cítrico por parte de los socialistas. ¡La naranja poco menos que a la altura de la Virgen de los Desamparados! Y tras la denuncia inquisidora del presidente aparecieron los palmeros habituales cuando de agricultura se trata. El presidente de la Asociación Valenciana de Agricultores (AVA), Cristóbal Aguado, fue el segundo en acercar la tea a la pira donde debían arder los herejes socialistas e, inmediatamente después, apareció el fantasma del Comité de Gestión de Cítricos, antaño tan necesario y hogaño tan prescindible, para echar su haz de leña a la hoguera.

Ahí estaban los grandes defensores de la naranja frente a los heterodoxos, los de gran lanzada a moro muerto. Lamentablemente no se les vio, o se les vio muy poco, cuando entre 1994 y 2007 el precio que recibía un agricultor por un kilo de naranja cayó un 36%. O cuando en plena fase de expansión del ladrillo algunos promotores se dedicaron a transformar terrenos de secano o laderas de montaña en primorosos huertos para lavar el dinero negro. Baste un dato: en la campaña 2004-2005 se vendieron más de tres millones de plantones de navelinas. Inmensas cosechas de cítricos que hundieron el precio de la naranja, aunque en centenares de hanegadas ni siquiera se tomaron la molestia de recogerlas. Los huertos solo servían como gigantescas lavadoras de dinero. La mano de obra del campo -els jornalers, els collidors- veían cómo su sueldo se convertía en una miseria. Los propietarios pagan lo mismo que hace 10 años. Paga mejor el seguro de desempleo. Pero ante esta realidad de cítricos que hacen llorar, dónde han estado los de las palabras solemnes, los custodios de la valencianía, a qué Gobierno han reclamado. No al Consell. Estos valencianistas de vía estrecha son los primeros en devaluar su propio autogobierno. ¡País!, que diría Forges.

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