La isla de ceniza
Santorini hunde sus casas blancas en mitológica tierra volcánica
Hubo una vez una isla que flotaba en las aguas transparentes y azules del mar Egeo. Diecisiete siglos antes de nuestra era, el volcán de esta isla que Herodoto llamaba Stróngili por su forma redonda, comenzó a bullir y sacudiendo la tierra avisó a los hombres de que pronto iba a estallar. A toda prisa, los habitantes minoicos recogieron lo que tenían de valor, abandonaron las casas y huyeron asustados en sus barcos. Al ver que ya no podía alcanzarlos, la isla dejó que el volcán arrojase un chorro de lava, y lo hizo con tanta violencia que su corazón se hundió en el cráter más grande del planeta, levantó un maremoto que asoló Creta y sumió al Egeo en una noche de humo y cenizas que ensombreció todo el cielo del Oriente desde Chipre hasta África. Cuando al fin el Egeo pudo apagar el fuego de las piedras, de la isla solo quedó una herradura de tierra tratando de abrazar dos pobres arrecifes. Tuvieron que pasar dos siglos para que los fenicios se atrevieran a volver, y les sobrecogió tanto la oscura desnudez de sus acantilados en el añil del agua que la llamaron Kalisti, la más hermosa. Quizá la fama de su rara belleza llegara a oídos de los dorios de Esparta porque vinieron después a ocuparla, y le dieron entonces el nombre de su líder Thira, que era descendiente de Edipo. Y así vendrían también los egipcios, los romanos, los bizantinos, los nobles venecianos, pese a que la isla, cansada del tránsito hostil de los hombres, no dejó de rugir hasta el siglo pasado, cuando un terremoto destruyó las aldeas y mató a medio centenar de sus descendientes. Muchos de los que sobrevivieron todavía se acuerdan.
Hoy los invasores de la bella Thira llegan desde El Pireo en cruceros gigantes que atracan en el puerto de Athinios, y la conocen por el nombre de Santorini. Viéndola tan árida, les parece una isla pobre. En realidad, es una pobre isla de apenas ochenta kilómetros cuadrados que vive por y para sus visitantes. Lo primero que ven desde cubierta, bajo la luz cegadora, son las fabulosas paredes de una caldera abierta con los vértices salpicados de pueblos blancos, igual que una boca con dientes. Aún más cerca, ven asombrados cómo las casas encaladas hunden sus bóvedas en una tierra de ceniza para aferrarse a las laderas, y cómo brotan entre ellas las setas de algunas cúpulas azules. Y quizá, emborrachados ya de cultura griega y habiendo escuchado esas leyendas que dicen que es la Atlántida, se abandonan como Ulises a la tentación de un lugar a la vez mítico y salvaje.
La suerte de Thira es que muchos de sus visitantes se marchan con los barcos al caer la tarde, y que pese a los desmanes urbanísticos conserva su carácter primitivo en las viviendas trogloditas, en sus molinos, en sus sobrias iglesias bizantinas y paleocristianas, en las ruinas de castillos venecianos y los vestigios de la antigua Fira y Emporio, y también en Akrotiri, donde la ceniza de la gran erupción lo dejó todo intacto tras la huida de sus ocupantes: calzadas y alcantarillado, casas de dos plantas con escaleras, muebles, murales en las paredes y hasta los utensilios de su vida cotidiana. La posibilidad de contemplar los restos de Akrotiri merecería por sí sola un viaje a la isla. Las excavaciones siguen cerradas al público tras la muerte de un turista en 2005, aunque en los museos arqueológicos de Fira y Atenas se pueden ver los frescos y algunos enseres, y en la Fundación Nekomiú de Fira imágenes en tres dimensiones de todas las pinturas que se hallaron.
Pescado del día
Pero Santorini tiene más alicientes. Uno de sus encantos es la puesta de sol en Oia, cuya contemplación, según dicen, pone un antes y un después en el alma del visitante. El reclamo trae a decenas de personas a encaramarse a las ruinas del castillo para presenciar el evento, aunque es mejor ver cómo esa luz despieza las fachadas y bóvedas tostándolas de ocres deslumbrantes; o ver después a la luna asomar su enorme cara enrojecida desde cualquier taberna del puerto en una mesa a pie de agua, disfrutando del pescado del día con una ensalada de esos típicos tomates pequeños y un vaso de vino que sabe a la tierra del volcán. Oia tiene calles enlosadas de mármol, casas que horadan el acantilado y se engarzan en patios y escalones, algún palacete ornado de piedra roja y una diminuta librería con escogido catálogo plurilingüe en un entrañable desorden. Pese al tumulto de los cazadores de instantes románticos, es una localidad más tranquila que Fira, la capital, llena de bares, comercios y resorts de lujo que agitan el laberinto empedrado repleto de terrazas. Los turistas gozan bajando o subiendo a pie, en teleférico o en burro los 587 escalones numerados que llevan al antiguo puerto de Mesa Gialós, donde atracan los cruceros y parten las excursiones al volcán para bañarse en sus aguas sulfúricas.
El pueblo medieval de Pyrgos, en el interior, es el hallazgo en Santorini. A su arquitectura sencilla y luminosa se une la tranquilidad de estar apartado de los circuitos. En la plaza arbolada de pinos, los lugareños -la mayoría hombres, como es frecuente en Grecia- pasan la tarde en la taberna ante su tosco vaso de vino. Hay que perderse en las cuestas retorcidas de sus callecitas para llegar al castillo y contemplar el damero de terrados que custodia la meseta. En el pequeño restaurante The Traveller, regentado por un tunecino viajero, se puede cambiar dieta griega por exquisita comida árabe. El lujo es degustarla al anochecer en la azotea dejándose envolver por la música de jazz, cuya sutileza no quiebra un silencio habitado por pasos lejanos o por el rumor de una charla en el patio de la iglesia.
» Ana Esteban es autora de la novela La luz bajo el polvo (Ediciones del Viento).
Guía
Cómo ir
» Costa Cruceros (www.costacruceros.es) incluye Santorini en un itinerario de ocho días. Sale de Venecia a partir del 11 de abril de 2011. Desde 769 euros.
» NCL (www.es.ncl.eu). A partir del 14 de mayo, siete noches por las islas griegas desde 729 euros.
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