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Columna
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Internautas

Rosa Montero

Soy una adicta a la microelectrónica. Como millones de españoles, yo también soy internauta. No cultivo las redes sociales por el tiempo que consumen, pero son una herramienta maravillosa: el huracán de libertad que está recorriendo los países árabes cabalga sobre ellas. La tecnología ha creado una realidad paralela, un mundo virtual tan grande como el mundo real. En las redes hay de todo, desde héroes que alientan revoluciones hasta cretinos que utilizan Internet para insultar. Hasta aquí, todo normal, porque el ciberespacio reproduce la vida, y la vida es así de contradictoria.

El problema es que la sociedad desconoce y teme ese mundo virtual y todavía no ha aprendido a valorarlo. Si tú transportaras a un tipo del siglo XIX al año 2011, seguro que la catarata de estímulos lo abrumaría tanto que, de primeras, ni siquiera sabría distinguir la publicidad de las noticias. Pues bien, creo que hoy nos sucede lo mismo: periodistas y políticos le conceden una indiscriminada importancia a cualquiera que diga representar a los internautas y que llene alguna red social de mensajes furiosos (cosa bastante fácil cuando tienes tiempo). En medio del guirigay cibernético, aún no sabemos diferenciar lo significativo de lo insustancial, ni aplicamos las normas de evaluación que usamos en la vida real. Por ejemplo, la protesta de Anonymous cuando la gala de los Goya salió en primera de todos los diarios, aunque eran cuatro gatos; yo he participado en manifestaciones animalistas con mucha más gente y jamás hemos salido en ningún lado (por cierto, mil gracias a Anonymous por perseguir al torturador de perros).

La Red está llena de grupos de una sola persona y las adhesiones son volátiles, pero le otorgamos igual relevancia a una protesta lúcida que a las chillonas chorradas tipo colegio mayor de unos cuantos veinteañeros en Facebook. No sé si ponerme a llorar o partirme de risa.

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