Juego
Me gustan los escritores e intelectuales que no tratan de influir en la mente de los demás; que no están interesados en que la gente cambie de opinión, de política ni de moral; que les importa un rábano los vicios privados de otros; que no se toman la vida a la tremenda; que han elegido el desenfado, entre el sarcasmo y la ironía, como forma de pasar por este mundo sin dar lecciones a nadie, salvo el juego que pueda desprenderse de su propia vida, feliz o desgraciada. Admiro hasta el fondo el humor refinado de Samuel Beckett, los alegres martinis de Scott Fitzgerald bajo la música de jazz, los juicios atrabiliarios de Baroja, las frases divertidas, malvadas de Dorothy Parker o de Truman Capote, la trinchera de Albert Camus con el cigarrillo en los labios, la impostura inteligente de Graham Greene, la seducción de Bioy Casares, el alcohol de Faulkner en su mansión derruida que no podía mantener. Hay muchos más ejemplos, la pasión del viejo marino retirado Joseph Conrad por una joven, que lo enloqueció mucho más que cualquier tempestad en alta mar o el bosque lácteo que Dylan Thomas vislumbraba en su delírium trémens. No soporto a los rompeguitarras, aguafiestas, moralistas y engreídos, que le dan una importancia desmesurada al oficio de escribir o se sienten investidos de un deber sagrado; odio la bulimia de Hemingway por estar en todas partes donde hubiera un fotógrafo; la pesadumbre moral de Arthur Miller que cargó con la culpa de la sociedad entera y se avergonzó de la enfermedad de su hijo; la vanidad de Sartre que pretendía someter la política y la filosofía al humo de su pipa, y a esos que insultan a todo el mundo, denuncian la injusticia universal, pero solo son unos histéricos o simplemente unos mierdas. Esta doble forma de estar en la vida se puede aplicar a toda clase de personas y problemas. Hoy en Hollywood se extenderá una alfombra roja por donde discurrirán las divinidades del cine en la gala de los Oscar, mientras en Libia al mismo tiempo el tirano Gadafi seguirá ametrallando a su pueblo. El juego absurdo de la historia, junto con la gloria y la maldad de sus héroes, ha sido expresado literariamente con el escarabajo de Kafka o con el pesimismo de Celine, sin necesidad de ser intenso ni pesado dando doctrina con un látigo.
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