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Reportaje:CARTA DEL CORRESPONSAL / París

El cheque y la hormiga

Antonio Jiménez Barca

Al español que abre una cuenta bancaria en Francia le llaman la atención, sobre todo, tres cosas: la primera es la escrupulosidad con la que los directores de sucursal conceden un crédito inmobiliario. Hace años, cuando en España a uno le daban alegremente el 120% de lo que costaba el piso (¡ay! ¡qué tiempos los de la burbuja!), los estrictos banqueros franceses no otorgaban más de un innegociable 66%. Ahora es exactamente lo mismo.

La segunda es la obsesión por el ahorro del cliente, a veces a pesar del cliente mismo: a los pocos meses de que este corresponsal abriera una cuenta, una responsable del banco, algo extrañada del comportamiento mercantil de quien esto escribe, concertó una cita y le soltó lo siguiente: "Usted ahorra muy poco, monsieur". Tras las explicaciones improvisadas ("la vida está achuchada, señora; criar dos hijos cuesta mucho; soy un poco despistado"), insistió: "Debería tener un plan de ahorro, como la mayoría de los clientes". No lo decía por decir: la tasa de ahorro de Francia es de las más elevadas de Europa. Un país de hormiguitas, dicen ellos.

En Francia los bancos no prestan más del 66% del valor del piso
Los franceses ahorran; gracias a eso el consumo no se ha desplomado

La tercera: junto al contrato de apertura, le endosan al cliente dos chequeras enormes que uno cree, erróneamente, que jamás usará.

Las dos primeras características influyen en la economía: la buena salud financiera de los franceses y la alta capacidad de ahorro permitió, por ejemplo, que el consumo no se desplomara en los peores años de la crisis. No hay estudios sobre lo que influyen los cheques en la economía, pero si alguien quiere hacer uno, que venga a Francia: los franceses firman el 62% de todos los cheques que circulan por Europa. Un francés utiliza al año, de media, 100. Un español, 10.

Para qué negarlo. Uno se aficiona al final: son imbatibles en el pago al fontanero o al electricista. Pero en Francia también se usan mucho para abonar el comedor de los niños en el colegio, o los cursos especiales, o en restaurantes. No es extraño que en la cola del supermercado un cliente tarde más de cinco minutos en rellenar parsimoniosamente un cheque mientras todos lo demás esperan sin impacientarse mucho porque lo consideran algo natural. También hay auténticos maestros del pago diferido: seres especiales que especulan con los días que tarda el cheque que acaban de firmar en cobrarse para jugar en la cuerda floja del descubierto y llegar así, con la lengua fuera, a fin de mes.

Tal vez los cheques no influyen en la crisis, pero la crisis sí que lo hace en los cheques. Conforama, una cadena de grandes almacenes de la periferia parisiense, ha decidido devolver por sistema los provenientes de determinadas localidades deprimidas de la zona. Para justificar su decisión, alegan que en los últimos tiempos se han incrementado los cheques sin fondos. Gilles Poux, alcalde de la Courneve, aseguraba el martes en Le Parisien que rechazar un cheque solo porque venga de una zona determinada constituye una forma clara de discriminación y aboga por una ley que prohíba esta práctica.

Tal vez la Asamblea Nacional acabe debatiendo el asunto. Mientras, las hormiguitas (yo me incluyo: la empleada del banco me convenció) seguiremos firmando cheques.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.
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