El fútbol vs. la revolución egipcia
- "¿La liberación gay? No estoy en contra, solo que no veo ninguna ventaja para mí".
-Bette Davis, actriz
El júbilo desatado en Egipto tras el primer derrocamiento popular de un tirano en 8.000 años nos lleva a reflexionar, si nos permitimos un pequeño salto de la imaginación, sobre lo potente que es el fútbol, y lo efímero que es también.
Escenas de euforia colectiva de esta naturaleza se ven únicamente en dos contextos: un acontecimiento histórico que destapa tensión, acaba con años de miedo y produce un giro en el destino de un país; o una victoria en un campo de fútbol. Bien se decía cuando Francia ganó el Mundial de 1998 que las calles de París no habían vivido tanta alegría desde la liberación de la ciudad en 1944, después de cuatro años de ocupación nazi. Las celebraciones en Inglaterra cuando su selección ganó la Copa del Mundo en 1966 recordaron las que se vieron el día que acabó la Segunda Guerra Mundial. Y seguramente lo vivido en Egipto el viernes solo se puede empezar a comparar con la reacción festiva de aquel pueblo futbolero tras las victorias recientes de su equipo en la Copa Africana de Naciones.
Es fuerte y auténtico lo que la gente siente en caso de victorias deportivas nacionales. Crece la autoestima patria y vecino se solidariza con vecino, aunque en el día a día no se lleven tan bien. Pero las similitudes entre una cosa y la otra no dejan de ser superficiales. Lo ocurrido en Egipto nos recuerda que, por mucha pasión que despierte el fútbol, no deja de ser un juego, un retorno a la infancia colectivo y fugaz.
España gana el Mundial o el Barcelona gana la Liga y todos a la calle a saltar. Pero el día siguiente, más allá de una sensación placentera de bienestar, nada sustancial ha cambiado en las vidas reales de los españoles o los culés. Más bien se empieza a pensar en el siguiente torneo, en los fichajes nuevos y en la ilusión y dudas que ambos despiertan. Es la diferencia entre una noche carnal con un extraño y una boda basada en el amor. Y en cuanto a los odios que genera el fútbol, son igual de juguetones.
Un visitante marciano en el estadio de Osasuna hace un par de semanas podría haber llegado a la conclusión de que José Mourinho despertaba el mismo repudio en los aficionados navarros que Hosni Mubarak en el pueblo egipcio. Pues no. Fue rabia como entretenimiento. El impacto que tiene el técnico portugués sobre la vida cotidiana del navarro medio (o del gijonés, valenciano, sevillano o barcelonés) es nulo; la furia que les provoca, puramente opcional.
Pero aunque la afición futbolera no deje de ser una gigantesca tontería, y aunque todos sepamos que lo que hemos presenciado en Egipto posee una trascendencia a la que ningún partido puede ni de lejos llegar, juegan el Barça y el Madrid, vuelve la Champions y, en comparación, lo ocurrido en El Cairo pasa ya a segundo plano para la gran mayoría de los españoles, ingleses, alemanes, franceses e italianos. El futuro de Egipto (aunque tenga repercusiones graves para Israel, ergo para Estados Unidos, ergo para Europa), para los egipcios. El presente, ya, es luchar por la Liga o contra el descenso, o pasar a cuartos de final de la máxima competición continental. Incluso en Egipto, no lo duden, habrá el mismo número de personas que se congregó en la plaza de la Liberación de El Cairo, o incluso más, desviviéndose por ver el martes y el miércoles si el Barça vence al Arsenal, o el Madrid al Lyon, o el Manchester United al Marsella. La tensión frente a millones de televisores en todo el mundo será brutal. Pero no será cuestión de vida o muerte. El fútbol es lo más importante del mundo, y lo menos importante. Los egipcios lo saben hoy mejor que nadie.
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