Hacia un cine coreográfico
Hace ya diez años, una película curiosa e inusual retaba la sensibilidad de miles de espectadores en el planeta. Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000) reblandecía corazones duros con una historia que desdeñaba todos los clichés de las películas de danza al uso insertándose dentro de la contundente corriente británica de cine social puesta en boga por creadores como Ken Loach o Mike Leigh, y llevada a los extremos de la popularidad por la ácida comedia Full Monty (Peter Cattaneo, 1997). La ingeniosa y emocionante historia de un adolescente que quiere bailar, siendo el hijo de un obrero en un deprimido barrio británico, huía con su original enfoque del manido relato acerca de los sufrimientos que conlleva la danza para ubicarse, mucho antes, en el terreno de la ilusión y la lucha contra los elementos que debe entablar un chico, bailarín improbable, que se siente llamado por la danza.
Tensa y claustrofóbica, inquietante y perturbadora, 'Cisne negro' intenta propiciar una nueva relación entre danza y cine
El secreto de Billy Elliot radicaba en que no era explícitamente lo que conocemos como una película de danza. Tampoco era un musical, aunque años más tarde fuera adaptada para los escenarios del West End londinense, donde todavía se puede ver. Era más bien una historia de la vida, en la que la danza tenía cierto protagonismo y servía como desencadenante de las acciones. Es exactamente lo mismo que le sucede a Cisne negro, que se estrena el próximo viernes y que aunque se ubica en las antípodas de Billy Elliot, coincide en que se despliega desde un género cinematográfico que le parece ajeno. Porque la nueva película de Darren Aronofsky, cineasta ya inquieto que propinó títulos de indudable interés como la enigmática Pi o la desasosegante Requiem for a Dream, es un sofisticado ejercicio de cine de terror que, casi rozando el gore, intenta hacerse preguntas inesperadas, impertinentes y oscuras acerca de El lago de los cisnes, probablemente el ballet más famoso de la historia, mil veces calificado como bello. Sin embargo, no es tan bello desde la óptica del joven cineasta norteamericano que se fija obsesivo en la dualidad de la protagonista e intenta decirnos que detrás del bondadoso y sacrificado cisne blanco, siempre está agazapado y al acecho un cisne negro, el bicho oscuro que todos llevamos dentro. Lo ilustra con el dilema de una bailarina, interpretada con acierto por Natalie Portman, que consigue hacerse con el papel central de la producción de El lago de los cisnes en la compañía en la que lleva años esforzándose. Es perfecta, en técnica e interpretación, para el cisne blanco pero no puede con el negro. Acosada por una madre obsesiva (Barbara Hershey), instigada por un coreógrafo histérico (Vincent Cassell a la manera Diaghilev) y amenazada por una nueva compañera de trabajo (Mila Kunis), se lanza a buscar en su propia interioridad su lado más oscuro. Y no tarda demasiado en dar con él. Tensa y claustrofóbica, inquietante y perturbadora, Cisne negro intenta cimentar y propiciar una nueva relación entre danza y cine, al menos una diferente, una que no es esclava de los códigos del musical.
Cisne negro y Billy Elliot son notorias porque suponen intentos del cine masivo por ofrecer alternativas distintas e innovadoras a las posibilidades infinitas que ofrece la danza al cine. No obstante, tampoco son únicas y desde un cine artístico y de autor, más minoritario, lo que va de siglo ofrece un auténtico abanico de innovaciones, que cruza desde el prodigioso filme-ballet canadiense Dracula: Pages of a Virgin Diary (Guy Maddin, 2002, ganadora del Festival de Sitges), una película fascinante que vuelve sobre la historia del célebre vampiro de Bram Stocker convertida no solamente en ballet sino en sofisticado homenaje al cine mudo, hasta la reinvención del género documental que supone la novísima La Danza, categórico título que otorga el destacado realizador Federick Wiseman al resultado de su inmersión durante nueve meses en las entrañas del Ballet de la Ópera de París. Recién estrenada en España esta película también, a su manera, huye de todo convencionalismo en lo que se refiere a documentales de danza. Bajo lo que el mismo autor llama "cine objetivo" aparecen un puñado de secuencias, sin aparente orden ni concierto, sin voz en off que oriente y guíe, sin saber con exactitud quiénes son los que desfilan por pantalla, que van acercando al espectador a lo que ocurre la noche del estreno, lo que pasa en los ensayos y oficinas, lo que hay tras el telón, lo que hay delante y lo que hay a los lados. Las reuniones secretas, el movimiento en taquilla, los fanáticos, las galas benéficas de suculentas cenas y las comidas descoloridas de los bailarines en el comedor. Podría ser un aburrimiento mortal, pero desde el montaje, el realizador va armando con habilidad artesana un retrato fascinante, no siempre complaciente ni deslumbrante, de una de las más grandes compañías de ballet del mundo. Al final, es al espectador al que le toca sacar conclusiones.
La fallecida creadora alemana Pina Bausch (1940- 2009), a quien por cierto vemos trabajando con los bailarines de la Ópera de París en el documental de Wiseman, fue una gran aficionada al cine, siempre creyó en las posibilidades de plasmar su danza en pantalla. Fue actriz a las órdenes de Federico Fellini, en Y la nave va (1983), dejó caer a Almodóvar con su cámara en funciones de sus coreografías Café Muller y Masurca Fogo, para su película Hable con ella (2002), y ella misma fue directora de un filme de danza, El lamento de la emperatriz (1990). En 2008 permitió que la realizadora alemana Anne Linsel hiciera un seguimiento al proceso de montaje de su pieza Kontakthof con una veintena de adolescentes, de donde salió el curioso documental Tänzträume (ambos, la película y el espectáculo han sido vistos en Barcelona recientemente). Pero la vida no le llegó a Pina Bausch para poder ver su más ambiciosa incursión en el cine: el filme experimental Pina que, en homenaje a ella, a su compañía y a su obra, rodó en tecnología 3D el destacado realizador Wim Wenders (El cielo sobre Berlín, Buena Vista Social Club), que se estrena mañana (en competición) en el Festival de Berlín, evento que el año pasado ya acogió el documental de Linsel. Pina promete ser una revolución en cuanto a la relación danza y cine. No solamente por incorporar y permitir la experiencia de la danza en tercera dimensión, un filón todavía virgen, sino por su manera de presentarlo a la audiencia. Rodado en la ciudad alemana de Wuppertal, donde reside la compañía, Wenders ha trasladado fragmentos de sus coreografías más conocidas a exteriores, a escenarios naturales y urbanos, que redimensionan los originales y crean un nuevo ámbito, estrictamente cinematográfico, para esas acciones escénicas, con frecuencia desgarradas y casi siempre poéticas y evocadoras. De forma tal que la entrada de la segunda década del siglo trae con Black Swan, La danza y Pina novedades relevantes en cuanto a la usualmente complicada y no siempre bien comprendida relación que se puede establecer entre danza y cine.
Entretanto, se siguen produciendo películas comerciales que, con mayor o menor tino, siguen de cerca la tradición y parámetros de la "película de danza". Basada en un personaje real, El último bailarín de Mao (Bruce Beresford), recientemente estrenada, encaja perfecta, en tanto que no deja de transitar por manidos tópicos sobre las relaciones entre China y Occidente en general y entre la danza y sus sacrificios en particular. En solitario, pero cada vez más seguro y eficaz, Carlos Saura sigue dándole vueltas a las posibilidades cinematográficas y estéticas del cante y baile en su reciente Flamenco, Flamenco, al tiempo que el Hollywood del glam sigue produciendo, cada vez con más frecuencia, películas propias o basadas en musicales de Broadway, que reafirman la hegemonía norteamericana del musical, género que les pertenece.
Aunque sigue siendo básicamente un cine de fórmula, a inicios de este siglo hubo un repunte importante del género musical en el cine comercial, que de repente también se vio sacudido por el espíritu de la innovación, básicamente con dos películas totalmente diferentes que fueron sonados éxitos masivos: Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001), una extravaganza fuera de cualquier clasificación, y la adaptación al cine del musical de Bob Fosse Chicago (Rob Marshall, 2002) que, con sus seis oscars, abrió la veda del trasvase de los musicales de Broadway a la gran pantalla. Estos repuntes taquilleros fortalecieron un género que parecía dormido y olvidado. Y desde entonces, no han faltado en las carteleras. No importa si fallan como la reciente Burlesque, auténtico cúmulo de tópicos, o las decepciones de taquilla Nine, Mamma mia o Los productores. Ellos siguen adelante siempre aguardando por las nominaciones y soñando con su taquillazo. La prueba fehaciente del resurgir del musical está en que ahora mismo se cuecen en la industria un buen puñado con estrenos previstos para años sucesivos. Entre ellos habría que destacar la superproducción Cleo (2012), en la que un cineasta de envergadura como Steven Soderbergh hace su incursión en el musical convocando a la misma Catherine Zeta-Jones de Chicago, para cantar y bailar como la reina Cleopatra; Damn Yankees, con Jim Carrey y Jake Gyllenhaal; una versión en clave musical de El color púrpura y varios remakes (Ha nacido una estrella, dirigida por Nick Cassavetes, Sunset Boulevard, My Fair Lady, Footloose o The Rocky Horror Picture Show), así como varias adaptaciones de musicales de Broadway, entre los que se encuentran en proceso Los miserables, Miss Saigón, Wicked, Spring Awakening, con coreografía del reputado coreógrafo Bill T. Jones, Jersey Boys, y una nueva vuelta de Yellow Submarine, el musical animado de los Beatles, en una versión también animada y en 3D, que prepara Robert Zemeckis.
Cisne negro, de Darren Aronfosky, se estrena el próximo viernes en España. Pina, de Win Wender, se proyecta mañana en la Berlinale.
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