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Columna
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Receta de la catástrofe

Cuando murió el general Franco, la sociedad española tenía que enfrentarse a dos problemas constituyentes: cómo transitar de una dictadura a una democracia y cómo pasar de un Estado centralista a otro políticamente descentralizado. Son dos problemas distintos, que no tienen por qué ir juntos, pero que en España, por razones históricas, sí tenían que ser resueltos simultáneamente. El Estado unitario y centralista no podía ser la forma de Estado de la democracia española.

El primer problema estaba prácticamente resuelto. La sociedad española no tenía dudas de que quería constituirse en un Estado social y democrático de derecho similar al que tenían los demás países europeos occidentales. La Constitución de 1978 dio respuesta al problema de manera razonablemente satisfactoria.

Para el segundo, la cuestión no estaba tan clara. La sociedad española sabía lo que no quería, el Estado unitario y centralista, pero no lo que quería. De ahí todas las dudas en el proceso constituyente, las ambigüedades del texto constitucional y las dificultades en el proceso de inicial puesta en marcha de la Constitución hasta que con los pactos autonómicos de 1981 se impuso una interpretación de la misma que condujo a la territorialización completa del Estado en 17 comunidades y dos ciudades autónomas.

Este ha sido el mayor éxito constituyente de la democracia española. Constituirse como Estado social y democrático de derecho a finales del siglo XX no era ninguna hazaña. Transformar uno de los Estado más centralistas del mundo en uno de los más descentralizados en unos cuantos años y de una manera completamente pacífica, sí lo era.

El Estado de las Autonomías es, con diferencia, la mayor conquista constitucional de la sociedad española. Todos los portavoces de todos los grupos parlamentarios dijeron en el proceso constituyente que, en este terreno, la Constitución se la jugaba y que su éxito dependería de su capacidad para articular el principio de unidad política del Estado con el ejercicio del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España.

Esto se ha conseguido a través de pactos autonómicos, de elecciones repetidas en todas las comunidades, de ejercicio regular de los poderes, de resolución de los conflictos mediante negociación o mediante sentencias del Tribunal Constitucional. La Constitución también ha funcionado de manera satisfactoria en este terreno.

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Es obvio que la estructura del Estado también se está viendo afectada por la intensidad de la crisis por la que estamos atravesando. No podía ser de otra manera. Precisamente porque las comunidades autónomas se han convertido en actores políticos de primer nivel, una crisis de la magnitud de la actual no podía dejar de incidir en ellas, como también lo ha hecho en el Estado y en los municipios. En todos los niveles de nuestra fórmula de gobierno van a ser necesarios ajustes. Y en todos se están haciendo.

Pero lo que sería un disparate es pretender que es el modelo de descentralización política el que tendría que ser revisado para poder salir de la crisis. Esto sí que nos haría retroceder a una situación indeseable en la que se podría llegar a poner en cuestión el propio carácter pacífico de la convivencia. El Estado de las Autonomías no solamente es viable, sino que, en este momento, es el único Estado viable con el que podemos autodirigirnos políticamente. Su puesta en cuestión nos metería en un debate que, tal como está el patio, no nos podría conducir a ningún consenso que mejorara nuestra fórmula de gobierno. El discurso de la inviabilidad del Estado de las Autonomías es la receta de la catástrofe.

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