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Columna
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Opacos y cínicos

Los presidentes del Congreso y del Senado, José Bono y Javier Rojo, han propuesto esta semana un ejercicio de transparencia mediante el cual todos los parlamentarios vendrían obligados a revelar públicamente su patrimonio mobiliario e inmobiliario así como las rentas e ingresos que perciben por todos los conceptos. La iniciativa, de la que IU fue precursora frustrada en 2009, ha sido acogida ahora con distinto entusiasmo por los grupos y podría apostarse que en esta ocasión saldrá adelante, habida cuenta de que ya es operativa en Castilla-La Mancha al tiempo que otras comunidades están dando pasos en este mismo sentido. Quizá no constituya un remedio prodigioso al descrédito de la clase política, pero mucho peor sería a nuestro juicio que no prosperase.

Al rebufo de esta novedad, los avispados comunicadores de la Generalitat valenciana se han apresurado a recordar -oportunamente, en este caso- que por estos pagos ya se está llevando a cabo esa suerte de confesión general y pública de bienes que, según dicen, obliga a alcaldes, concejales, diputados y casi 200 altos cargos, de algunos de los cuales damos fe de que han cumplido el trámite. En este sentido sería curioso, o más bien morboso, escudriñar las declaraciones de quienes han sido empapelados o se han beneficiado prevaliéndose del partido, el PP, asaz tolerante con los lucros y trapisondas de sus gentes.

Es posible que de este modo se nos pretenda persuadir de que el actual gobierno de la comunidad y quienes lo gestionan tienen el techo de cristal. Con este alarde de cinismo se trataría de neutralizar la opacidad que proyecta la política del presidente Francisco Camps. Sin embargo, hay que ser un feligrés de piñón fijo para no escandalizarse ante la ocultación, falsedad y manipulación trilera de los asuntos y dineros públicos que vienen siendo el santo y seña del partido gobernante. Hoy no es ni siquiera discutible que la ocultación ha sido el rasgo que más ha contribuido a la degradación de la democracia y de la legislatura. De no ser así, difícilmente se hubiera expandido como una gangrena la corrupción que con tanta insensatez como arrogancia se ha venido arropando -y que valga el adjetivo- por el Consell.

Sería prolijo abundar en los asuntos de interés general que el PP ha cerrado bajo siete llaves o ha hecho el paripé de que la oposición parlamentaria podía consultarlos de muy limitada y en ocasiones casi humillante manera. No insistiremos en ese arcano ridículo, pero significativo, que constituye el coste de la visita del Papa, pero sí en los numerosos contratos de la Administración sujetos a cláusulas de confidencialidad, como si se tratase de negocios privados, o los enredos en las adjudicaciones de las televisiones autonómicas y locales, por no hablar de las "zonas de sombra" que envuelven los grandes eventos y, particularmente, ese toco mocho de la Fórmula Uno, sin olvidar los intríngulis nunca desvelados de Ciegsa, la constructora de infraestructuras educativas, o ese episodio evocador de Alí Babá que ha sido la supuesta financiación del PP y sus relaciones con la trama Gürtel...

A buen seguro que el lector puede prolongar esa nómina de trapisondas e informaciones que el Gobierno del PP ha hurtado a los partidos políticos y cuya más grave consecuencia ha sido la degradación democrática en que estamos sumidos por muchas declaraciones de bienes que se hagan. Pensar que las urnas absuelven los delitos es como creer que otorgan patente de corso.

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