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Reportaje:

La década de Ibon Aranberri

La Fundación Tàpies revisa la trayectoria del artista vasco

En 2003, Ibon Aranberri realizó un proyecto artístico consistente en tapiar con una estructura metálica negra el acceso a una cueva en las montañas vascas. Dejó un pequeño paso para los murciélagos que la habitan, pero cerró para las personas la entrada a un espacio genéricamente sobrecargado de simbolismo filosófico e identitario. Fue una intervención en el paisaje no para protegerlo, como es habitual en arqueología, sino para significarlo y "recodificarlo", según el artista, que se sumergió en un largo peregrinaje visceral y personal por múltiples cuevas antes de concretar la propuesta. ¿Qué diferencia hay entre tapiar una cueva prehistórica y horadar una montaña? "El cerramiento de mi cueva no afecta a la naturaleza, sino a la conciencia humana, y esta es una diferencia fundamental", explica el artista sin entrar en más detalles. "Aunque parezca violento, no lo es. Afecta solo a nuestra imagen de lo sagrado. Tiene una función simbólica".

Su obra examina la historia del territorio y del patrimonio
"El arte ofrece la posibilidad de unir acción con meditación"

La instalación, Ir. T. Nº513 zuloa. Extended repertory, que ha sido adquirida recientemente por el Macba, es el rastro de esta acción a través de fotografías y fichas de muchas de las otras cuevas visitadas, textos y, solo para esta exposición, algunos de los restos originales hallados en la excavación de la cueva. La pieza refleja el sistema de trabajo y las preocupaciones de este artista, al que hasta ahora se conoce más bien de manera fragmentaria. Aranberri (Itziar-Deba, 1969) ha ido dejando rastros de su trabajo en exposiciones, casi siempre colectivas, que han ido consolidando un prestigio internacional forjado a base de unos proyectos que tienen como material artístico la historia y la naturaleza, y que tuvo su culminación en la última Documenta de Kassel, en la que, Adrià aparte, fue el único artista español convocado.

Ha costado -empezó a prepararse en 2004 y ha sufrido tres aplazamientos-, pero al fin ayer se inauguró en la Fundación Tàpies, donde podrá verse hasta el 15 de mayo, una extraña retrospectiva del trabajo que ha desarrollado en la última década. "Es como un itinerario, no está todo lo que he hecho, pero hay mucho y se mueve en círculos concéntricos", explica el artista, que define la exposición como "una sucesión de fracasos, de proyectos que no llegan a suceder". Esta revisión de su trabajo es esclarecedora porque, aunque él mismo considera que las obras son "ruinas o restos", permite ver un hilo unitario en un trabajo de difícil clasificación. "El arte ofrece la posibilidad de unir acción con meditación", explica. Y lo aplica.

Vista la exposición, titulada Organigrama, está claro que el territorio y la manipulación que de él ha hecho el poder es una de las principales obsesiones de este artista que no quiso ser arquitecto y parece aspirar a literato. Se ve en Política hidráulica -98 fotografías aéreas, enmarcadas y acumuladas en una pared, de otros tantos pantanos del desarrollismo - y en la más conocida Diseño de nuestro desarrollo. Ría y acantilado, que tiene como núcleo la central nuclear de Lemoiz y que es una obra en proceso a la que en cada nueva presentación el artista va añadiendo nuevas capas. La central, que nunca llegó a funcionar, le permite aludir tanto a la confrontación vivida en la sociedad vasca en el momento de su construcción como a la situación actual de una infraestructura abandonada, sin uso, que algunos colectivos han querido destinar a usos culturales. La instalación en sí consiste en un diaporama de diapositivas, dos maquetas de la central (la oficial y la cultural utópica) y una pancarta rota.

Dice Aranberri que de esta pieza surgen todas las otras obras. Allí está el territorio, el conflicto político y económico para dominarlo, la cuestión identitaria, el paso del tiempo, el patrimonio...

Este último es un tema también central. En Found dead, por ejemplo, desmonta un obelisco moderno, de esos que proliferaban por todo el país como emblema de la arquitectura neoherreriana del franquismo. Y en Gramática de meseta centra la mirada en la técnica para trasladar monumentos ante la construcción de infraestructuras, sean autopistas o pantanos. Incluye una hermosa fotografía en blanco y negro que es toda una metáfora del proyecto: la imagen muestra los rastros de aquellos números en las piedras de un puente que se intentaron borrar rascándolos pero que vuelven a aparecer cuando se mojan, como aparecidos.

Casi siempre el pasado desde el presente. El montaje, en una estructura en la que conviven piezas acabadas con restos descontextualizados de antiguas obras (que despistan mucho), da cuenta de como su trabajo bascula entre la narratividad documental y el formalismo abstracto. "Lo político de su trabajo no está en el tema del que habla, sino en cómo lo hace", dice Nuria Enguita, comisaria de la exposición. Y el cómo es casi siempre doméstico, a veces con materiales pobres, reciclados o comerciales, utilizando tecnologías obsoletas, encargando la realización o dejando espacio al azar. Como dice Enguita, "mostrando la incapacidad actual de lo sublime".

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