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Reportaje:

"Pillamos los fusiles y hubo que ir a por las balas"

Los anarcosindicalistas Concha Pérez y Enric Casañas evocan 100 años de historia de las ideas libertarias

El anarcosindicalismo cumple 100 años, hecho que conmemora con una exposición (hasta el 15 de febrero) el Museo de Historia de Cataluña (MHC) en Barcelona. Un siglo, poco tiempo más del que han vivido Concha Pérez y Enric Casañas, nacidos ambos en Barcelona: ella, en el barrio de Les Corts, en 1915; él, en Gràcia, cuatro años después. Los dos se criaron en familias de tradición anarquista y se enrolaron pronto en la CNT, pasaron por la cárcel en los primeros años treinta, estuvieron en el frente durante la Guerra Civil y en el exilio en el campo francés de Argelés, y en los oscuros años de la dictadura volvieron a España a rehacer sus vidas. Por separado, porque, pese a las coincidencias, se conocieron mucho más tarde. Son las vidas en las que aún palpita ese anarcosindicalismo que a veces parece simplemente historia.

"Los jóvenes de hoy andan muy despistados con el anarquismo"

Concha trabajaba en el sector de las artes gráficas el 18 de julio de 1936. Ese día dejó la empresa para dirigirse al cuartel del Bruc. "Allí había armas y fuimos a buscarlas para hacer frente a los sublevados", explica casi al lado de los carteles de la exposición que recorren ese periodo histórico. "Llegamos al cuartel y tuvimos suerte, porque casi todos los soldados se habían ido a la plaza de Catalunya. Quedaba una pequeña guarnición que nos mostró dónde estaban los fusiles. Los pillamos y nos fuimos, y luego, parece un chiste, tuvimos que volver a por las municiones, porque nos las habíamos olvidado". Lo dice con una sonrisa traviesa que se impone sobre años de sufrimiento que evoca sin melancolía.

Enric Casañas era pintor y, tras la sublevación fascista, se enroló y marchó al frente de Aragón. Terminó la guerra en Valencia y se embarcó con destino a Barcelona. "El barco no pudo atracar porque la ciudad había caído en manos de los franquistas. Nos dejó en Palamós y desde allí fuimos a pie hasta Francia", recuerda.

Volvieron a España. Concha en 1942, con un hijo, Ramón, de ocho meses. "En el campo de concentración conocí a un médico exiliado y le ayudaba. Lo uno llevó a lo otro y quedé embarazada. Cuando yo volvía a Barcelona él se enroló para luchar contra Hitler y nunca volví a tener noticias suyas. Posiblemente murió en la guerra". Se instaló en el mismo barrio de su juventud. "Nadie me delató. Y eso que todos me conocían, me habían visto con el mono de la CNT, incluso me debían de recordar las monjas del convento de Loreto, porque yo fui a desalojarlas". Reencontró un antiguo novio, se juntaron y compartieron la vida hasta que él murió. Ambos regentaban un puesto de bisutería en el mercado de Sant Antoni que servía a la vez como punto de reunión y de difusión de las ideas anarquistas en la clandestinidad.

Enric retornó a España en 1944 y vivió durante ocho años en la clandestinidad. Luego, "gracias a algunas influencias" que no precisa, pudo legalizar su situación. "Tuve suerte. No tenía antecedentes porque cuando me detuvieron, en 1934, no había cumplido los 16 años y me llevaron al Asilo Duran, de modo que no había pasado por la Modelo, que es lo que miraban". Concha también fue detenida en aquellos años. "Fui a una manifestación y cuando llegó la policía, un compañero me pidió que le guardara la pistola, pensando que a mí no me detendrían".

Los dos saben que el anarquismo no es visto hoy de la misma manera. "Algunos jóvenes se acercan a él con interés, dice Concha, "pero muy despistados porque padres y abuelos han vivido años en silencio".

Lo mismo opinan Ricard Paradís, profesor de Historia, especializado en esta ideología, y Maria Àngels Rodríguez, de la Fundación Salvador Seguí. "Los jóvenes están muy confusos ideológicamente; cuando se interesan por el anarquismo lo hacen por curiosidad y a veces por cuestiones mas estéticas que ideológicas". Àngel Bosqued, miembro también de la fundación y cenetista, anota que ese interés no lleva siempre a las personas a afiliarse al sindicato. Enric Casañas cree que estos tiempos son muy distintos, de modo que la pura réplica del viejo anarcosindicalismo carece de sentido.

De hecho, la exposición muestra la evolución. No ignora las relaciones que hubo entre violencia y anarquismo, pero prefiere insistir en la voluntad transformadora por la vía pacífica. E incluso destacar que, a partir de los años setenta, se experimenta un cambio que puede percibirse en los carteles. "Dejamos de lado las garras y el tenebrismo para asumir una idea más gozosa", en línea con la frase de Emma Goldman (Lituania, 1869-Canadá, 1940) "si no puedo bailar, esta no es mi revolución".

Los asistentes podrán apreciar esos cambios, que van desde una cabeza de Bakunin, que abre la exposición, hasta los carteles de la última huelga general. Al terminar hay una libreta que recoge las impresiones de los visitantes. La mayoría son de elogio o de ánimo, pero no faltan energúmenos que garabatean exabruptos. Curiosamente, siempre con faltas de ortografía. Se nota que no han pasado por los ateneos populares, donde se enseñaba a leer y a escribir, matemáticas y gimnasia. E idiomas, desde el alemán y el catalán al castellano y el esperanto. Y es que para los anarquistas de entonces "la mejor arma del progreso" era la cultura. Lo recuerda un cartel en el Museo de Historia de Cataluña, igual que lo recuerdan Enric y Concha.

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