¡Viva los belgas!
Quien diga que Bruselas es una ciudad donde nunca pasa nada, anodina, provinciana y conservadora, se equivoca radicalmente. O tal vez no, si se fía de las apariencias, error inmenso en el caso de la Belgique, un extraordinario continente de camuflajes tras el aspecto reiterado de máxima respetabilidad. Para la mirada avezada, es obvio incluso en un paseo tranquilo por las calles belgas: detrás de cada sombrero distinguido hay un secreto incandescente. Miramos con ojos de reconocimiento. Ya está: acabo de abrasarme.
Magritte y su pipa que no es una pipa, el poeta Scutenaire -quien dijo que "la eternidad es una impresión"- y toda la pléyade de surrealistas y surrealizantes, en los cuales incluyo al mítico Jacques Brel, con sus letras sorprendentes, configuran ese conjunto de disparates que demuestran una inteligencia perspicaz y una mirada peculiar sobre el mundo. Ya está: las cosas se han transformado. No en vano, cuando en 1924 y después de haber dado las primeras señales surrealistas, el pesado de Breton -pope del surrealismo parisiense- decide irse hasta Bruselas a "adoptar" a los belgas y adscribirlos a su grupo, los belgas dicen que gracias pero no, gracias. Gente práctica como eran, dedicada a trabajos serios, no teniendo que ganarse la vida con la agitación igual que los surrealistas franceses, no terminaban de ver claro el automatismo psíquico y, lo más importante, no estaban de acuerdo con el archicitado object trouvé -que luego daría lugar a artefactos populares como el botellero o hasta el urinario de Duchamp-. En su lugar preferían hablar de objetc bouleversant, algo que ha habido que idear, construir: "No basta con crear un objeto, no basta con que este objeto exista para que lo veamos. Necesitamos mostrarlo, es decir, excitar en el espectador, valiéndonos de algún artificio, el deseo, la necesidad de ver", dice el escritor Paul Nougé.
Verdaderos objects bouleversants son los que se pueden ver en la Fundación Carlos de Amberes de Madrid, objetos que hacen patente incluso la rebeldía frente a la prosopopeya bretoniana en el propio título de la muestra: Je suis dada . La exposición muestra algunos ejemplos del diseño de Flandes y el visitante no se va a quedar decepcionado porque entre prototipos y producciones en serie se pueden ver ejemplos fascinantes y hasta delirantes que apelan a la tradición aludida: surrealismo y praxis, juegos de ocultamiento con un sentido del humor socarrón que cautiva a quienes deciden entrar a ese juego tan belga. De hecho, hay piezas más obvias, como el azucarero-jaula homenaje a Duchamp -Marcell- o la lámpara de mejillones con reminiscencia de Marcel Broodthaers; y piezas desveladas como la silla doble con patas entrecruzadas o el tapón de baño convertido en colgante; pero hay también piezas que resumen de forma magistral el camuflaje al cual estaba aludiendo. Me refiero a las sillas apilables que remedan la forma de una toca -Monja blanca- y a una estructura de plástico en la cual hay recortados dos anillos que se desprenderán en el momento preciso -Hazlo tú mismo (kit para bodas)-. Se trata, así, de verdaderos poemas visuales, inesperados como la literatura Scutenaire -cuyo libro Mes inscriptions recomiendo vivamente a quienes lean francés-. Así que si están pensando en comprar una pieza de diseño para casa no duden en elegir a uno de estos flamencos. Será igual de poco confortable que la mayoría del diseño ultramoderno, pero por lo menos les servirá para catalogar a sus invitados: los que se enteran, los que no se enteran. En fin, que me voy a Bruselas a tomarme una blanche -la espectacular cerveza blanca- en mi local favorito, A la Morte Subite. Muerte súbita
... no está mal para nombre de garito, ¿verdad?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.