Días de ira en el norte de África
En las últimas semanas, la agitación en el norte de África parece no tener fin. Existen paralelismos entre los disturbios en Túnez y los de Argelia, sucesos que llegan apenas un mes después de la revuelta en El Aaiún, y coinciden en el tiempo con las protestas de los cristianos egipcios. Cada país tiene sus especificidades, pero todos estos acontecimientos tienen en común remover temas altamente sensibles para sus Estados: la falta de oportunidades laborales para los jóvenes, la persistencia de favoritismos y graves discriminaciones y el hartazgo ante unos regímenes ineficientes, faltos de legitimidad.
El nivel de violencia en las protestas llama la atención. En distintas ciudades de África del Norte se repite el mismo patrón: manifestantes jóvenes y exasperados se lanzan a la calle y ejercen una violencia desproporcionada e irracional contra la policía. Esta opta por la vía dura y causa víctimas mortales. La situación se envenena y el Estado pone en marcha sus engrasados mecanismos represivos: apagón informativo, desapariciones, palizas, registros casa por casa, cierre de webs, etcétera. Esta vez los Gobiernos norteafricanos no podrán escudarse en el tradicional argumento de contención del radicalismo islámico. Ante este escenario, Europa -y en particular Francia, España e Italia- se encuentra en una posición incómoda. Grandes defensoras de la mejora sin condiciones de las relaciones con los Estados norteafricanos, las tres evitan toda crítica propia o de la UE y se cuentan entre los apoyos más sólidos de estos regímenes escleróticos. La cooperación es especialmente fluida en el ámbito de las políticas de seguridad interior: a cambio de hacer el trabajo difícil para Europa (controlar la llegada de inmigrantes, reprimir a los islamistas, proteger a los turistas), los países norteafricanos tienen carta blanca para aplicar políticas de Interior destinadas a garantizar la seguridad del régimen, no la de los ciudadanos. En tiempos de protestas, estas políticas se vuelven con particular virulencia contra la población. Habida cuenta del alto grado de cooperación existente entre el sur de Europa y el norte de África, mantenerse al margen nos convierte en poco menos que cómplices de la represión.
Europa se arriesga a estar del lado de los que reprimen los valores que considera fundamentales
Las revueltas no son el único elemento de incertidumbre. Los líderes de Argelia (Abdelaziz Buteflika, de 73 años), Egipto (Hosni Mubarak, 81) y Túnez (Zine el Abidine Ben Ali, 74) pasan largas temporadas en clínicas europeas por su delicada salud y, sin embargo, siguen aferrados al poder mientras buscan entre bambalinas la mejor fórmula para dejar todo "atado y bien atado". Los líderes de Libia (Muamar el Gadafi, 68 años) y el Polisario (Mohamed Abdelaziz, 62) gozan quizás de mejor salud, pero llevan ya en el poder 41 y 34 años, respectivamente. La sombra de su sucesión planea sobre el horizonte político de sus Estados, y preocupa a sus compañeros de generación que copan los puestos de importancia. Reducir la expectativa de cambio político a una constelación de partes médicos, luchas entre clanes para establecer dinastías republicanas (como Siria, Azerbaiyán, Cuba o Corea del Norte), ruido de sables y conspiraciones de poderes fácticos puede desembocar en una explosión social de consecuencias imprevisibles. Los ciudadanos, en especial los jóvenes, hartos de ver sus expectativas truncadas, parecen dispuestos a reclamar su papel. El principal problema con el que se encuentran es que los regímenes existentes han cortado canales y debilitado, cooptado o sencillamente eliminado cualquier estructura intermedia que pudiese jugar un papel catalizador: partidos, sindicatos, asociaciones, etcétera. Aquí es donde los países europeos, sobre todo los del sur, pueden rectificar su posición y jugar un papel importante. Hablar más alto y claro. Poner a nuestras embajadas a respaldar, incluso proteger, a los interlocutores políticos y sociales que poco a poco se atreven a plantarle cara al régimen desde la sociedad civil. Presionar a los Gobiernos norteafricanos para que respeten los derechos humanos y la libertad de expresión, reforzar a través de fundaciones y colaboración directa a las organizaciones opositoras, acoger a los exiliados: Europa puede ayudar a que esta energía se canalice en unos procesos de transición que eviten un estallido peor.
Bruselas se contiene, Madrid sigue muda y Roma y París se afanan en justificar lo indefendible, y así Europa se queda por detrás no solo de Washington, sino incluso de los propios gobernantes norteafricanos que, ante la magnitud de los eventos, rectifican y van más allá de lo que los europeos se atreven a pedir, liberando a presos y anunciando reformas, como hacía ayer mismo el pétreo dictador tunecino.Europa llega tarde, pero todavía puede contribuir a rehacer los canales políticos que permitan al norte de África convertir este invierno de rabia en una primavera de esperanza. Por demasiado tiempo se ha optado por equiparar statu quo a estabilidad y dar preferencia a los negocios, la tranquilidad a corto plazo y el apoyo a los Gobiernos sobre la base del miedo al radicalismo islámico, a la inmigración o, simplemente, a lo desconocido.
Ahora que los jóvenes norteafricanos han roto esta calma opresiva, Europa corre el riesgo de encontrarse del lado de los que reprimen a unos manifestantes que piden para sus países exactamente lo que la UE considera sus valores fundamentales.
Jordi Vaquer es director del Centro de Estudios y Documentación Internacionales de Barcelona (CIDOB).
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