El 'apartheid' europeo
Los efectos retardados de la crisis del crédito sobre la integración europea están resultando devastadores. En un comienzo no fue así, pues durante la primera fase financiera de la crisis, cuando todo parecía deberse al apalancamiento privado, la respuesta europea en términos de planes coordinados de estímulo y rescate resultó esperanzadora. Era la época aún reciente pero ya tan lejana en que el duunviro Sarkozy, aconsejado por su asesor Attali, reclamaba la necesidad de refundar el capitalismo para proceder a su gobierno. Todo porque entonces se pensaba que la crisis era un cáncer solo anglosajón, causado por los excesos del mercado privado contra los que la estatalista Europa parecía inmunizada. Pero desde la primavera todo eso ha cambiado. Y ahora se diría que asistimos al estallido descontrolado de la burbuja europea.
Un clima de xenofobia etnocéntrica culpa a los más pobres de las estrecheces de las clases intermedias
¿Cómo es posible que en la Europa sin fronteras se levanten nuevas barreras?
El primer síntoma del pinchazo fue la crisis de la deuda griega, pero en seguida el miedo al impago de otras deudas soberanas se extendió a los demás miembros del club de los PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España), amenazando con provocar el estallido del euro. De ahí que en mayo se celebrase una cumbre del Consejo Europeo donde, tras la negativa de la duunvira Merkel a refinanciar la deuda mediterránea, y ante la imposibilidad de alcanzar un consenso de cooperación norte-sur, se decidió imprimir un giro copernicano a la lucha contra la crisis. En lugar de planes coordinados de estímulo y rescate financiados con endeudamiento público, justo al revés: severas políticas de inmediata estabilización fiscal, que dejaban inermes a los Estados miembros para que cada palo aguantase su vela. Fue la estampida del sálvese quien pueda, que solo repercutió en los eslabones más débiles de la cadena europea: los países periféricos, sometidos a un drástico régimen de ajuste fiscal que les emplazó a reducir su déficit público en solo tres años. Y la primera víctima propiciatoria fue la población helena.
Aquel sacrificio del chivo emisario griego pareció calmar a los acreedores, pero el momentáneo alivio solo duró seis meses, pues este último otoño hemos padecido la segunda ronda (hasta la fecha) de la crisis de la deuda periférica. Esta vez la hecatombe se ha cebado en Irlanda, pero la persecución amenaza con replicarse acechando a Portugal y España, detrás de las cuales vienen Bélgica e Italia: países de origen católico todos ellos, contra los que se dirige la propaganda protestante de la prensa financiera anglogermana. Y de nuevo el duunvirato París-Berlín continúa imponiendo la segregación monetaria, al negarse a crear un Tesoro común capaz de emitir bonos de deuda pública federal. Es verdad que al menos el euro continúa a salvo por el momento. Pero no por el sacrificio de los países ricos, ca-paces de liderar el saneamiento, sino al revés: por el sacrificio de los países pobres, a cuyas poblaciones se obliga a sufragar el precio de la crisis en términos de desempleo y caída del poder adquisitivo. Pero como el ajuste fiscal solo se administra a las clases medias y asalariadas, que son las únicas transparentes, estas han reaccionado tratando de desplazar el coste descargándolo hacia abajo: hacia las clases excluidas de inmigrantes y desempleados. Lo cual ha generado un clima de xenofobia etnocéntrica que culpa a los más pobres de las estrecheces que soportan las clases intermedias.
Este mismo verano pudimos verlo con Sarkozy, que para contrarrestar el declive de su popularidad desató una campaña de persecución contra los migrantes rumanos. Y lo peor fue que sus colegas del Consejo Europeo se solidarizaron con él, obligando a la Comisión a encubrir la discriminación con un manto de normalidad. Tampoco fue muy distinto lo ocurrido en otros países que celebraron recientes elecciones, como Holanda y Suecia, donde se premió con ascenso del voto a partidos racistas que pedían la discriminación de los extraños. Y en todo esto el pionero fue sin duda el Gobierno de Berlusconi, gran precursor de las dos formas de discriminación aquí expuestas, ambas exigidas por la secesionista liga padana: la del norte rico contra el sur pobre y la de las clases autóctonas contra las clases inmigrantes. Y a juzgar por el precedente de los comicios catalanes, cabe temer que aquí en España acabe pasando otro tanto, si cunde en el futuro el mal ejemplo padano.
Así es como por toda Europa se está instalando un doble sistema de brutal apartheid. A escala continental, la segregación de los países PIGS (latinos, mediterráneos o católicos), injustamente discriminados por los países WASP (eje Berlín-París más Escandinavia, Países Bajos y Reino Unido). Y a escala estatal, la segregación de los inmigrantes socialmente excluidos (moros y morenos), a quienes los blancos autóctonos discriminan por el simple color de su piel denegándoles derechos laborales y políticos: véanse al respecto las recientes directivas del Parlamento Europeo. ¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo es posible que en la Europa sin fronteras se estén volviendo a levantar otras nuevas barreras fundadas en la etnia, la confesión religiosa o el origen civil?
Una explicación consoladora es atribuirlo a la crisis económica, en definitiva pasajera. En la Gran Depresión de los años treinta, la reacción de los Estados fue refugiarse en un nacionalismo excluyente a fin de legitimar el proteccionismo arancelario, lo que no impidió una creciente polarización de la lucha de clases que habría de dar lugar a 10 años (1936-1945) de guerra civil europea. Y bajo la Gran Recesión actual estaría ocurriendo otro tanto: la Unión Europea no ha podido soportar la crisis de la deuda y ha estallado en una Desunión de nacionalismos excluyentes, a fin de legitimar la injusta estabilización fiscal. Y si ese expediente no se ha traducido en lucha de clases ha sido porque la presencia de un amplio colchón de inmigrantes ha permitido descargar hacia abajo la tensión social, haciendo pagar el precio de la crisis a esa nueva clase de servicio que forman los pobres metecos últimos en llegar.
Pero también podemos buscar otra explicación más pesimista, y es advertir que el actual apartheid europeo reabierto por la crisis no ha hecho más que aflorar a la superficie unas divisorias latentes que ya subyacían bajo la supuesta integración oficial. Así, Europa siempre habría estado dividida en compartimentos estancos tanto interestatales (los WASP contra los PIGS) como intraestatales (el norte rico contra el sur pobre y los autóctonos contra los foráneos). Unas divisorias que resultaba políticamente incorrecto reconocer como tales, pues desmentirían el dogma oficial de los derechos universales, pero que explican bien el que nunca haya habido, ni quizás pueda haber, una esfera pública común ni una conciencia compartida de identidad colectiva europea. Solo que esas divisorias permanecían invisibles gracias al éxito material que, mientras duró el negocio, había supuesto la integración europea.
¿A qué divisorias me refiero? A las que ha revelado la investigación social. Es la división en cuatro tipos de welfare state propuesta por Esping-Andersen (nórdico, anglosajón, continental y mediterráneo). O la distinción de tres sistemas político-mediáticos propuesta por Hallin y Mancini (mediterráneo-polarizado, anglosajón-neoliberal y germánico-corporativo), que es la misma de Colomer en tres tipos de democracia (latino-plebiscitario, anglo-mayoritario y nórdico-consociativo). Y la explicación de por qué persisten estas fronteras entre las diversas Europas (y entre los diversos territorios de cada Estado, según revela nuestra deriva autonómica), como si cada territorio estuviera dominado por su peculiar genius loci (el espíritu del lugar), es la continuidad histórica debida a lo que North llamó la dependencia de la trayectoria institucional (path dependency). Es el habitus colectivo aprendido de la experiencia histórica anterior, que por inercia predispone a cada población a persistir en sus prácticas adquiridas, por contraproducentes que resulten para adaptarse a la realidad actual. Y a falta de cohesivo liderazgo europeo, se impone la regresión al pasado del apartheid disgregador.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
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