Política y capitalismo subsidiado
Permítanme, como inicio de año, comentar tres conductas gubernamentales de estos días y dar noticia de un libro que vale la pena leer.
La primera es que, ¡al fin!, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, reconoció hace unas semanas en el Congreso que la economía española tiene un serio problema de competitividad y necesita cinco años para enmendar esa situación. Le ha costado, pero parece haber comprendido que crecer y crear empleo estable requiere crear condiciones para que se desarrolle una economía orientada a producir mercancías y servicios de calidad y precio competitivos con los de otros países. Necesitamos Zaras en muchos sectores de nuestro aparato productivo.
La inversión faraónica en el AVE radial de viajeros es una aberración económica
La segunda es el encomiable empeño de la vicepresidenta y ministra de Economía, Elena Salgado, en controlar el gasto de todas las Administraciones públicas. Es la única forma de reducir el déficit, dar confianza a los inversores y alejar el fantasma de un rescate europeo de la deuda pública española.
La tercera es la proclamación exultante del ministro de Fomento, José Blanco, de que con la inauguración de la línea del AVE para viajeros entre Madrid y Valencia, España es el país de la Unión Europea que mayor número de capitales de provincia tiene unidas a la capital del Estado por una línea de alta velocidad. Y la cosa continuará hasta que todas las capitales de provincia estén unidas a Madrid.
¿Qué relación hay entre estas tres conductas? Que la tercera se da de tortas con las dos primeras.
Si nuestro problema es de competitividad, entonces la inversión faraónica en el AVE radial de viajeros es una aberración económica. La razón es sencilla. El diseño de la alta velocidad española es incompatible con el tráfico de mercancías. Y no solo eso: la prioridad al AVE radial con Madrid ha postergado las líneas ferroviarias de mercancías con origen en los puertos y destino los mercados europeos. Por este lado, el AVE no aportará mucho a la mejora de la competitividad.
Por otra parte, la inversión en el AVE de pasajeros es el mayor agujero negro de la historia sobre los presupuestos públicos. La razón también es muy clara. Los ingresos por venta de billetes no llegan a cubrir un tercio del coste del servicio. Los otros dos tercios van a cargo de los Presupuestos del Estado.
Y así será eternamente, porque el elevado coste de inversión y de operación de estas redes, unido a la baja densidad del tráfico de viajeros, impedirá que los ingresos cubran costes. Un dato será suficiente. La línea de mayor tráfico del AVE es Madrid-Barcelona. En el año 2009 transportó 5,3 millones de pasajeros. La equivalente París-Lyon, 25 millones. Este mayor tráfico, unido a billetes más caros, hace autosostenible la red francesa. Pero no será así en la red española. Según estudios de la Comisión Europea, la alta velocidad no es rentable por debajo de nueve millones de viajeros al año. Ninguna línea española llega a ese volumen.
Se podría pensar que la alta velocidad española es una excentricidad de nuevo rico, pero desgraciadamente no es así. Lo mismo ocurre con las inversiones también faraónicas en aeropuertos; por cierto, de gestión centralizada, único caso en la UE, a excepción de Bulgaria. O con la red radial de autopistas, en unos casos públicas y libres de peaje y en otros de concesión privada, pero con garantía financiera con cargo a los presupuestos públicos (recuerden el rumor del rescate público de las autopistas radiales de Madrid).
¿Cómo explicar esta singularidad española en el diseño radial de la red de infraestructuras y financiación con cargo a presupuesto?
Un ensayo que acaba de aparecer en las librerías explica muy bien esta rareza. Su autor, Germà Bel, es un joven y conocido economista, profesor de la Universidad de Barcelona. El libro es atrayente desde su título: España, capital París (Destino).
Bel utiliza, de forma amena y brillante, tres ideas para explicar el porqué de esta singularidad española. La primera es que las políticas radiales en infraestructuras de transporte obedecen a objetivos políticos y administrativos, no a razones económico-comerciales. De ahí que necesiten una intensa asignación permanente de recursos presupuestarios en forma de subsidios y ayudas. La segunda es que esta conducta responde a un patrón histórico, regular y continuado, que se habría iniciado con el acceso a la Corona española de la dinastía borbónica, a inicios del siglo XVIII. Su aspiración política fue hacer de España un país como Francia, con una capital como París, sin tener en cuenta las diferentes condiciones económicas. La tercera idea es que ese patrón histórico, esa regularidad, permite entender por qué las políticas de infraestructuras en la España actual son tan singulares y diferentes de las de los países de nuestro entorno.
El libro va por la quinta edición, algo inusual para un ensayo de este tipo. Salvando las distancias, me recuerda el éxito editorial que tuvo el informe del Banco Mundial sobre la economía española, publicado el año 1962, también un verdadero best seller económico. Quizá sea porque en ambos casos la sociedad española estaba y está necesitada de respuestas al problema de la competitividad, el crecimiento y la creación de empleo.
El libro sugiere muchas consideraciones que no caben en este primer comentario. Pero hay una que me gustaría hacer aquí. El peso de las consideraciones político-centralistas en el diseño y financiación de las infraestructuras de transportes ha creado un capitalismo con sobredosis de negocios subsidiados, que son un pesado lastre para la competitividad de la economía española, así como para el control del déficit. Necesitamos con urgencia cambiar esas prioridades y fomentar un "capitalismo de riesgo y ventura. Sobre esto hablaremos otro día". Por hoy, felices fiestas y buen año.
Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica de la UB.
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