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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Una lección de política

Como no todo en la política ha de ser causa de desaliento y cinismo, los dos partidos que han protagonizado el cambio de gobierno en Catalunya acaban de impartir una lección sobre como es preciso hacer las cosas para que renazca entre una ciudadanía desmoralizada por la mezcla de crisis económica y desorientación política, si no la euforia, al menos ciertas expectativas de futuro. En esta lección, ha correspondido un papel principal a los dos presidentes de la Generalitat, el saliente y el entrante, que han estado no ya a la altura, sino por encima de las difíciles circunstancias con las que han tenido que bregar: José Montilla, negociando el acuerdo de investidura; Artur Mas, formando su primer Gobierno.

No era fácil para el PSC, ni podía darse por descontado, mostrar ahora una coherencia y un sentido de la realidad que le llevara a asumir su nueva posición en la política catalana sin perder la cara ni el rumbo en el empeño. Más bien podía temerse que la magnitud de la derrota y, sobre todo, la sensación de que había dado suficientes motivos para merecerla, actuara desde el primer momento como un factor de división y de huida a los extremos. No ha sido así, por fortuna. Montilla, que no pudo liderar con autoridad y firmeza el tripartito, ha sabido alcanzar un acuerdo de investidura que se acerca mucho, en sus términos generales, a un razonable programa de Gobierno. Del resultado de las próximas elecciones municipales dependerá, en último término, que el papel que el PSC ha desempeñado en estos días sirva como punto de partida de una recuperación. Pero la sensación de normalidad y de responsabilidad, de saber estar, en definitiva, que ha transmitido el presidente en funciones, José Montilla, a lo largo de estas jornadas indican que esa recuperación es posible.

Naturalmente, en el cambio de Gobierno y la apertura de una nueva etapa en la política catalana, el papel de único protagonista ha correspondido al presidente investido, Artur Mas, que ha tenido buen cuidado en dejar claras algunas señas de su identidad: no es un salvador, no es un resistente, tampoco un liberador; es, o quiere ser, por el contrario, un paciente constructor, que reconoce lo bien que le han venido estos años de espera, no para volver, sino para llegar adonde ya había estado. No ha habido en sus discursos ni una sola concesión a la demagogia populista, a la que tan proclives son los nacionalistas, sino una percepción del tiempo en la que se cuentan los gobiernos por años, los estados por siglos, los pueblos y las naciones por milenios. La discutible metáfora constructivista de la nación se matiza por el énfasis en lo que Fernand Braudel llamaba la larga duración.

Siete años batallando en la oposición han permitido a Artur Mas llegar a la presidencia de la Generalitat cargado de experiencias y abierto de perspectivas. Ya no es el heredero de Jordi Pujol, ni ha de conducirse como tal: las elecciones las ha ganado él más por lo que ha sido en estos años de oposición que por lo que recordaran los electores de sus años de Gobierno. De ahí que se haya sentido con las manos libres para invitar a quienes mejor le ha parecido a ocupar las diferentes carteras de su gobierno. Afortunadamente, no parece que a Artur Mas le haya importado mucho la foto del día siguiente. Tampoco las cuotas, ni -lo que es más importante- los equilibrios entre sectores, facciones o sensibilidades de su coalición. Si acaso, el único equilibrio de este Gobierno se da entre consejeros que proceden de la política y consejeros que vienen de desempeñar importantes cargos en los mundos de la economía, la industria, la agricultura, el derecho, la sanidad o la educación.

Lo cual añade a este Gobierno, aparte de la contrastada solvencia de sus consejeros, otra nota digna de destacarse: si no es mera continuación del pasado ni se siente atado a sus servidumbres tampoco se sentirá tentado por hacer tabla rasa de ese pasado y alardear de que va a partir de cero: no suele ocurrir con gentes experimentadas en la gestión de realidades complejas, poco dadas a ejercer de aprendices de brujo.

Cumplida ya por la mayoría de ellos la cincuentena, procedentes de una generación que despertó a la conciencia política cuando la democracia daba sus primeros pasos, han alcanzado una madurez de la que se puede esperar ese equilibrio entre continuidad e innovación que tanto hemos echado de menos en los últimos Gobiernos del Estado.

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