Por los viejos tiempos
Llevo casi medio siglo celebrando el Fin de Año a salto de mata sin darle al asunto más importancia de la que tiene, ni más confeti que el estrictamente necesario y cuando te pones a echar cuentas con el calendario, piensas, bueno, tampoco ha estado tan mal. Ha habido noches inolvidables en blanco y negro con nieve por la rodilla, estilo Doctor Zhivago en versión autóctona, con olor a humo de leña y la torre del reloj averiada; las hubo también más sofisticadas en una masía rural iluminada con velas entre los cipreses, como en El paciente inglés, cantando singing in the rain, y otras bajo mínimos. Recuerdo una cena de arroz con fríjoles en una playa del Pacífico y otra de huevos fritos y champán en un piso de estudiantes. Hubo Nocheviejas en vagones de tren, en camarotes de barco, en tienda de campaña y en ciudades extranjeras con una botella de cava bajo el abrigo, desesperada por encontrar un maldito taxi y las hubo bastante peores, de cenar sola a mitad de camino de ninguna parte. Así que ahora, cuando suena el teléfono y escuchas una voz del pasado al otro lado del océano para decirte ¿te acuerdas del Año Nuevo de 199...? Dices, claro. Y piensas que hace mucho tiempo que no pasas una Noche de Fin de Año como las de antes, sin gente histérica empujando en la cola del supermercado, o atronando a bocinazos en los semáforos, con una alegría más falsa que un Papá Noel a la puerta de El Corte Inglés. Una Nochevieja de verdad. Miren por dónde a lo mejor la puñetera crisis nos sirve para recuperar el calor de aquellas noches de Fin de Año sin un duro, ni compromisos sociales, ni langostinos desestructurados al aroma de caviar, ni burbujas de Freixenet. Una mesa en la cocina, un mantel blanco, dos copas y la ventana llena de estrellas. ¿Se acuerdan?
A lo mejor es que con los años una se va volviendo antisocial. Pero esta noche no les envidio a ustedes el jolgorio que les espera. Pienso quedarme en el sofá con una copa asistiendo a una velada muy particular. Desde hace algunos años mi ritual preferido de Año Nuevo transcurre en una mansión de principios de siglo, cuando Kenia estaba a punto de convertirse en colonia británica. El cine tiene el hechizo de un salón iluminado... Es la última noche de 1919, Robert Redford invita a bailar a la baronesa Karen Blixen en Memorias de África, la orquesta toca Auld Lang Syne esa antigua balada escocesa que habla de la amistad y de los viejos tiempos que nunca olvidaremos, y entonces tiene lugar uno de los mejores besos de Año Nuevo de la historia del cine. Un beso increíble, la verdad. Puestos a vivir en la ficción, prefiero elegir yo la película.
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