Señales del destino
Juan Eduardo Zúñiga ha sido un escritor al margen en una literatura donde abunda mucho más la previsibilidad. No ha tenido un reconocimiento temprano y ha sido muy parsimonioso en su producción, es un escritor muy culto pero de formación extraacadémica, ha permanecido ajeno a los medios de sociabilidad literaria y tiene pocos exégetas, es un redomado cosmopolita (como revelan sus traducciones o su conocimiento de las letras eslavas y portuguesas) pero sin necesidad de moverse mucho de casa. El relato breve -la modalidad narrativa que conjuga la intensidad y la suspensión- ha sido su molde predilecto pero, hasta hace poco, ha sido un género que, siendo mucho más cultivado de lo que parecía, ha tardado en hallar la repercusión que se le debe. En lo que a Zúñiga concierne, las cosas cambiaron algo cuando en 1980 aparecieron los relatos de Largo noviembre de Madrid y, luego, La tierra será un paraíso (1989) y Capital de la gloria (2003), una trilogía que figura entre lo mejor que la Guerra Civil ha suscitado. Conviene que el lector recuerde, sin embargo, que bastantes años antes, nuestro escritor se había dado a conocer con una novela de corte simbólico e intención parabólica (trata también sobre una guerra y sus vencidos), que fue El coral y las aguas, y que una tendencia afín -la ambientación infrecuente y algo borrosa y la intención metafórica- unió los cuentos de Misterios de las noches y los días, mientras que otros de género más propiamente histórico ocupaban las páginas de Flores de plomo, escritos a la sombra de la memoria de Larra, el suicida. Algo de esas dos tendencias -la simbólica y la histórica- comparece ahora en Brillan monedas oxidadas. El título general, como el de cada una de sus tres partes, es -según acostumbra el autor- poético y enigmático, como el eco de un canto lejano y solemne. Porque las epónimas monedas oxidadas no brillan o lo hacen de un modo secreto... e inquietante, igual que sucede cuando leemos que 'La fuerza de un vendaval agitaba las cortinas como un gran pájaro', o como sentimos que 'Se olviden tantas historias de orgullosa pasión y rebeldías', o como nos resulta doloroso comprobar que 'Sus vidas eran demasiado iguales'. Son estos los títulos de cada una de las partes de Brillan monedas oxidadas, todas bajo el signo común de una intención unificadora. En la primera parte, se establece un friso de convencionalismo y rutina colectivos en el que brilla, solitaria y frágil, la excepción individual. En la segunda, toda ella de ambientación histórica lejana (siglos XVI al XVIII), se nos habla de rebeldes que llegan a serlo trabajosamente, rompiendo con el miedo (o incluso sin llegar a hacerlo del todo) o enfrentando un destino cruel. La tercera (histórica también pero más cercana a nosotros) está presidida por el extrañamiento trágico y la muerte.
Brillan monedas oxidadas
Juan Eduardo Zúñiga
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.
Barcelona, 2010
146 páginas. 16,90 euros
"Todo vivir obedece a una orden que nadie da pero es preciso obedecer". Tal es la ley que gobierna todos estos cuentos de Juan Eduardo Zúñiga
Esta división temática no es tajante. El último relato de la segunda parte, 'Interminable noche de los miedos', y el primero de la tercera, 'No llegará el sobrino de Praga', ambos entre los más hermosos de una colección donde es difícil elegir, comparten el mismo planteamiento: en el siglo XVI, quizá, y en una ciudad castellana, una familia amedrentada (iremos sabiendo que son moriscos conversos) comparte el miedo y la conciencia de culpabilidad ante la llamada y la voz misteriosas de una mujer, que un día aparece asesinada a la puerta de su casa, muda acusación y presagio del horror futuro que les espera a todos; en 'No llegará el sobrino de Praga', Alfred Loewy, un judío prósperamente establecido en el Madrid de los años veinte, espera desazonado la visita anunciada de un sobrino de Praga, que se llama Franz Kafka, y que descubrirá sin duda que su tío ha abandonado la religión de sus mayores, como Alfred le cuenta a su amigo (otro personaje real: Ignacio Bauer, el representante de la Banca Rothschild en España y famoso editor). Pero, en el último momento, la noticia de la muerte del joven visitante, víctima de la tisis, acaba con sus temores aunque no con sus remordimientos.
En 'El molino de Santa Bárbara', Manuel Guzmán, un caballero madrileño del siglo XVIII que abandona su vida para irse con una tribu de gitanos, en pos de una mujer, sabe que "todo vivir obedece a una orden que nadie da pero es preciso obedecer". Tal es la ley que gobierna todos estos cuentos de Juan Eduardo Zúñiga. Unas veces, la ley impulsa a la rebeldía, incluso cuando se ha alcanzado la sima de la renuncia resignada (como le sucede a 'El campanero de San Sebastián', que vuelve a los caminos tras su encierro en la torre de la iglesia a la que sirve), o simplemente, cuando se ha agotado un ciclo de domesticidad aparentemente afable y aceptado (como en 'El ramo de lilas', donde un marinero retorna al mar y cede su puesto, y a su esposa, al primer marido de ella, que ha regresado), o cuando una idea peregrina ilumina un destino vulgar (la repartidora de pizzas que protagoniza 'Has de cruzar la ciudad' se convierte en una Lady Godiva en motocicleta). Otras veces, la ley no escrita llama despiadadamente al castigo y la destrucción: sucede en 'La mujer del chalán', que es un prodigio de estrategia indirecta de narración a través de un testigo, o en 'El bastón de Lula Luzán', historia de una venganza cruel en el Madrid castizo y prostibulario de los años veinte, o en 'París, última decisión', que narra el suicidio del poeta portugués Mário de Sá-Carneiro, amigo de Fernando Pessoa y su compañero en la redacción de la revista Orféu, en 1915.
También la perplejidad habita estos cuentos, cuando el autor prefiere dejar planear la fatalidad y no descargarla tan explícitamente sobre sus personajes: en 'La gran mancha verde', otra de las joyas de la colección, un maestro afronta que un niño abandone los estudios para ir a trabajar, como su padre quiere y seguramente necesita; en 'El festín y la lluvia', tan parecido al teatro del absurdo, uno de los huéspedes (a los que el temporal obliga a permanecer en el hotel) nos cuenta la historia de una boda que a nadie interesa y una muchacha quiere ser abrazada por alguien, lo que tampoco conmociona a ninguno de los asistentes. Ambos relatos están en la primera parte donde se plantea que la sumisión sea un asidero tranquilizador frente a la elección personal. Pero, a veces, no resulta tan claro: ¿qué significa -en 'Agonía bajo el manto de oro'- esa procesión de regalos espléndidos que unos visitantes llevan a una mujer agonizante, que no los desea y se remueve inquieta a su vista? Su vecino de habitación percibe todo tras una rendija en la pared y no sabemos si asistimos a una visión o un hecho cierto. Lo que sí sucede es que el testigo duerme plácidamente cuando la escena concluye. ¿Ha aceptado también la ley interior de estos cuentos? El lector de Zúñiga, en todo caso, no saldrá indemne de esta incursión por entre los enigmas del destino.
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