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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Cuando el cine italiano era grande

Carlos Boyero

Existe una tendencia lógica, pero a veces fatigosa en muchos y notables creadores a que sus opiniones sobre el arte giren exclusivamente acerca del suyo, a manifestar ignorancia, olvido o desdén hacia lo que hacen sus colegas y no recordar jamás la influencia de otros artistas en su obra. Nada que objetar a ese irremediable o vocacional egocentrismo, al amor que sienten al contemplar su ombligo, si su trabajo llena de felicidad a los receptores. También hay otros dotados de conocimiento, admiración y agradecimiento hacia maestros de los que aprendieron cosas impagables, que influyeron en su personalidad creativa, que les regalaron sensaciones inolvidables.

A estas alturas de su espléndida carrera ya no existen dudas de que ese individuo bajito y espídico que responde al nombre de Martin Scorsese es el primero de la clase, que abundan las obras maestras en su filmografía y que incluso cuando se equivoca existe siempre algo apasionante, nervio narrativo, alergia a la rutina, un identificable estilo narrativo, algo insólito que expresar. Pero a este hombre tan preocupado por la continuidad de su obra siempre le ha quedado tiempo y ganas para hablar con profundidad y amor de las películas y los autores con los que se siente en deuda, que alimentaron sus sueños y le descubrieron mundos cercanos o remotos cuando era niño, adolescente o joven. Y como François Truffaut y Peter Bogdanovich, otros directores que homenajearon con talento, datos, intuición y penetración a los creadores que admiraban, Scorsese ha dedicado largo tiempo y su sensibilizada memoria a evocar y analizar el cine que tanto le hizo disfrutar como espectador.

En el último festival de Venecia (tan desastroso como todos los que ha dirigido el temible Marco Müller), lo más conmovedor que vi no fue un largometraje de ficción sino un documental de una hora titulado Una carta a Elia, el apasionado tributo de Scorsese a la fuerza, el lirismo, la credibilidad y la emoción que desprende tantas veces el cine de Elia Kazan, aquel hombre turbio y artista poderoso que delató mezquinamente en la caza de brujas, pero que también hizo películas tan hermosas como La ley del silencio, Río salvaje y América, América. Anteriormente, Scorsese también había dedicado otro glorioso documental a momentos grandiosos del cine norteamericano. Se supone que en esa antología y en el homenaje a Kazan, Scorsese hablaba de universos que le quedaban muy cerca, de una cultura que había mamado, que era la suya.

Sin embargo, su cinefilia también traspasa fronteras, puede ser el historiador y el crítico más penetrante de películas que se hicieron en otro continente que el suyo, en ambientes desconocidos y personajes que hablan otro idioma, que gracias al lenguaje universal del arte le resultarían cercanos. En el extraordinario documental, acto de amor, prodigio didáctico, El cine italiano según Scorsese (el título original es Mi viaje en Italia, en referencia y complicidad con el enunciado de la admirable película de Rossellini), repasa a lo largo de cuatro horas sus sentimientos respecto a una cinematografía que durante mucho tiempo fue modélica, inventó el perdurable neorrealismo, habló con gracia, mordacidad y ternura de la gente y del estado de las cosas mediante la tragicomedia (es una pena que Scorsese no le dedique más atención a algunos directores que no figuran en el panteón de la trascendencia, pero que fueron inmejorables provocando sonrisas y risas con sus agridulces sátiras sobre la gente común, creadores con voz propia como Comencini, Monicelli, Risi y Germi), parió estilos y mundos tan personales como los que acreditan a Rossellini, De Sica, Visconti, Fellini y Antonioni.

Scorsese se centra minuciosa y entrañablemente en las películas italianas que más le turbaron, analiza la construcción de sus secuencias, destaca los pequeños gestos, explica las razones de una luz determinada y de un movimiento de cámara, muestra imágenes, diálogos, personajes y situaciones con valor intemporal, describe la evolución de esos autores que le conmocionaron. No busca la taxidermia sino el proceso de creación de las emociones. Esas películas son Roma, ciudad abierta, Paisà, Alemania, año cero, Europa 1951, Francisco, juglar de Dios, Stromboli y Te querré siempre, de Rossellini; Ladrón de bicicletas, Umberto D y El oro de Nápoles, de De Sica; La terra trema y Senso, de Visconti; Los inútiles, La dolce vita y Ocho y medio, de Fellini; La aventura, de Antonioni. La descripción que hace Scorsese de ellas es tan reflexiva y sentida, tan inteligente y sensible, tan perspicaz y documentada, que en mi caso me incita a revisar urgentemente películas con las que siempre me ha resultado imposible conectar o que me irritan, como Senso, Ocho y medio y La aventura. Hubiera sido maravilloso haber tropezado en las inútiles enseñanzas que recibí en el colegio y en la universidad con un profesor como Scorsese, alguien que habla con tanta pasión, conocimiento y fascinación del mágico oficio de contar historias y expresar sentimientos a través de una cámara.

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