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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

¿Tal como éramos?

Carlos Boyero

El poeta William Wordsworth pretendía convencerse a sí mismo y a sus conmovidos lectores de que siempre quedaría la belleza en el recuerdo aunque jamás volviera la hora del esplendor en la hierba y de la gloria en las flores. Cuando a Groucho Marx le preguntaban sobre su juventud, respondía: "Pueden quedarse con ella". Jean-Pierre Melville y su privilegiado instinto para colocar una cita literaria en los títulos de crédito de sus misteriosas y estilizadas películas que resumiera el espíritu de las historias que pretendía contar, casi siempre deterministas y sombrías, iniciaba la concienciada y épica El ejército de las sombras con esta terrible paradoja: "Amargos recuerdos, regresad, vosotros sois mi juventud". Enzensberger comenzaba un inolvidable poema, irónica y presuntamente destinado a los que no leen poesía, con: "El que no tiene con qué comprarse una isla, el que espera a la reina de Saba frente a un cine, el que rompe cartas y fotografías...".

Me invaden esas nada caprichosas asociaciones mentales después de haber visto, oído, sentido, un documental que recojo en mi casa, esa casa que inauguré con alegría y miedo cuando era joven, arrogante, alcohólico (pero siempre estúpidamente convencido de que mañana sería el primer día del resto de mi vida, de que había mucho tiempo para encontrar el milagro, de que la devastación física y mental, el lógico desencuentro con los que tenían que soportarte, era solo algo que le ocurría a los viejos y a los suicidas de verdad, que aunque coquetearas con prisas y sin pausas con eso tan peligroso y literario de la autodestrucción, con el desencuentro perpetuo entre el deseo y la realidad, nada existía más transgresor que escupieran sobre tu tumba), que se titula Un cine como tú en un país como este [estrenada la semana pasada en los cines]. Acompaña a ese DVD una nota concisa y elegante del fascinado investigador de esos años Chema de la Peña, resaltando lo que describe con conveniente distancia y desinhibida ternura Antonio Resines como una pandilla de descerebrados que querían hacer cine. El director tampoco duda de esa certidumbre y me afirma su convicción de que ese grupo de gente vivimos intensamente nuestra época.

Siempre me cuesta reconocerme en las fotos de antaño. Ni me gustaban entonces ni me gusto ahora. Es un problema psiquiátrico, mío. Pero estoy dispuesto con placer a ver los caretos y escuchar las voces de viejos amigos que, a falta de hermanos, constituyeron mi familia elegida, sin imposiciones de lazos sanguíneos. También a oír múltiples y floridos datos sobre el nacimiento de aquellas insólitas películas, las razones para constatar por qué en un país tan casposo como este se produjeron cosas tan excepcionales en su cine como que aparecieran esos retratos tan atrevidos, tan inocentes y agresivamente experimentales, tan frescos, tan conectados al ritmo vital, el lenguaje y la atmósfera de la calle, las preocupaciones de gente tan cotidiana y verborreica, tan íntimamente desamparada, tan ácrata y tan perdida, como Tigres de papel y Ópera prima.

Y consecuentemente, me río mucho cuando escucho los ingeniosos parlamentos, la capacidad para clavar el gesto y la frase, la sensación de que todo ha sido escrito para que nos enamoremos de una nueva y sensual forma de andar por la vida, de hacerse trampas sin sangre, como encarnan la muy sexy, natural y reconvertida señora de derechas que se tira el rollo de liberada morbosa y que encarnaba Carmen Maura en Tigres de papel y el inconfundible estilo parisiense de Óscar Ladoire en Ópera prima, su desbordante gracia y encanto en réplicas y contrarréplicas, lo bien que le sentaba la ropa, el gesto entre mordaz y atormentado, el magnetismo (especialmente con mujeres de cualquier edad, clase y condición) que desprendía este personaje de cabello alborotado, ingenioso, tragicómico, enfático, cosmopolita en sus certidumbres existenciales, hiperculto, convenientemente quejumbroso, con clase, tierno, contradictorio y tramposo, que se enamoraba de una prima violinista y anticipadamente posmoderna, en este bautizo de un director nítidamente inteligente. Fernando Trueba pretendió narrar de otra forma, con intuición y posibilismo lo que sentía y vivía una generación desconcertada, nihilista, mordaz, llena de vida, con hambre de reconocimiento. Los deslenguados, los orgullosos anónimos, los sinceros profesionales del antitodo, los corrosivos con causa, descubrían con el éxito que genera el infalible boca a boca que estaban hablando en nombre de muchos, que su desprecio hacia las convenciones y la metodología de ese mercado tan ancestralmente cutre llamado cine español era bendecido por el público, que mucha gente joven se identificaba emocionalmente con lo que reflejaba la pantalla. Alcanzaron un éxito tan impensable como prematuro en esa industria que inicialmente aborrecían, lograron conectar con la mayoría mediante un cine tan personal, rodado sin techo estatal y con notable frescura, con imaginación y talento. Y lo hicieron con medios rudimentarios, buscándose la vida, sin el paraguas estatal de ese concepto tan aborrecible y marciano de la jugosa "excepción cultural".

No hay miserias que mostrar en este objetivo y respetuoso documental. Todo parece luminoso, vitalista y espontáneo. Ocurrieron. Bastantes. Por todas partes. Como le corresponde a la vida, esa cosa biológicamente abarrotada de claroscuros, de sucias salvaciones cotidianas, de envidias, de traiciones, de la codicia que impone el dinero, de rencores subterráneos.

Pero siento alegría, estremecimiento y gratitud observando la apasionada investigación de alguien que no vivió esa época, interrogándose sobre un cine como ese en un país como el de entonces. Juro que nos reímos mucho, que suponía un enorme placer hablar continuamente de lo que amábamos, o sea, de cine, de libros, de música, de mujeres. Que se establecieron fraternidades y complicidades de complicada extinción. Aunque no nos volvamos a ver, aunque todo aquello pertenezca a un recuerdo más emotivo que agrio. Fue muy gozoso ponerse ciego de risas, proyectos, complicidades, diatribas y copas, la esperanza de que todo podía ocurrir antes del amanecer en la inexistente pero muy divertida escuela del bar Yucatán.

Carmen Maura, entre Joaquín Hinojosa y Miguel Arribas, en un fotograma de <i>Tigres de papel</i> (1977), de Fernando Colomo.
Carmen Maura, entre Joaquín Hinojosa y Miguel Arribas, en un fotograma de Tigres de papel (1977), de Fernando Colomo.

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